-Hola, reina –le dije cuando la vi sentarse. Luego caminé hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba alguien al restaurante yo hacía lo mismo. Hasta con ella con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, yo representaba la diaria comedia de hombre diligente.
-¿Qué quieres hoy? –le dije.
Dijo ella: -Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero.
Para seguir leyendo este cuento:
Ella estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que advirtiera el cigarrillo sin encender.
-No me había dado cuenta -dije.
Dijo ella:-Todavía no te has dado cuenta de nada.
Dejé el trapo en el mostrador, caminé hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresé luego con los fósforos. Ella se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre mis manos rústicas y velludas.
Le vi el abundante cabello, empavonado de vaselina gruesa y barata. Le vi su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Le vi el nacimiento del seno crepuscular, cuando ella levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.
-Estás hermosa hoy, reina –le dije.
Ella dijo:-Déjate de tonterías. No creas que eso me va a servir para pagarte.
-No quise decir eso, reina -dije-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
Ella tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
-Te voy a preparar un buen bistec –le dije.
Ella dijo:-Todavía no tengo plata.
-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dije.
Ella dijo: -Hoy es distinto.
-Todos los días son iguales -dije-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
Ella dijo:-Y es verdad.
Ella se volvió y me miró registrando la nevera. Estuvo contemplandome durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos.
Ella dijo: -Es verdad, José. Hoy es distinto.
Ella expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas:
Ella dijo: -Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José.
Yo miré el reloj.
-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dije.
Ella dijo: -No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis. Vine a las seis menos cuarto.
-Acaban de dar las seis, reina -dije-. Cuando tú entraste acababan de darlas.
Ella dijo:-Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
Me dirigí hacia donde ella estaba. Me acerqué a su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de mis párpados.
-Sóplame aquí -dije.
Ella echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
Ella dijo: -Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
-Eso se lo vas a decir a otro -dije-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
Ella dijo:-Me tomé dos tragos con un amigo.
-Ah; entonces ahora me explico -dije.
Ella dijo:-Nada tienes que explicarte. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
Me encogí de hombros.
-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dije-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
Ella dijo: -Sí importan, José.
Ella estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono.
Ella dijo: - Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí.
Ella volvió a mirar el reloj:
Ella dijo: -Qué digo: ya tengo veinte minutos.
-Está bien, reina -dije- Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo yo había estado moviéndome detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en mi papel.
-Quiero verte contenta –le dije.
Me detuve bruscamente, volviéndome hacia donde estaba ella.
-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dije.
Ella me miró con frialdad.
Ella dijo:-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
-No he querido decir eso, reina -dije-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
Ella dijo:-No te lo digo por eso. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.
Me ruborizé. Le di la espalda y me puse a sacudir el polvo en las botellas del armario. Le dije sin volver la cara:
-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
Ella dijo:-No tengo hambre.
Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo que yo hacía en el armario. De pronto ella dejó de mirar hacia la calle.
Ella dijo:-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
-Es verdad –dije sin mirarla.
Ella dijo: -¿A pesar de lo que te dije?.
-¿Qué me dijiste? –le pregunté todavía sin mirarla.
Ella dijo:-Lo del millón de pesos.
-Ya lo había olvidado -dije.
Ella dijo: -Entonces, ¿me quieres?.
-Sí -dije.
Hubo una pausa. Seguí moviendome con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirarla. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas dijo:
Ella dijo:-¿Aunque no me acueste contigo?.
Y sólo entonces volví a mirarla:
-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dije.
Luego caminé hacia donde ella estaba. Me quedé mirándola de frente, con los brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos.
Dije-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante ella pareció perpleja. Después me miró con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
Ella dijo:-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!
Volví a sonrojarme con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos.
Dije:
-Esta tarde no entiendes nada, reina.
Y me limpié el sudor con el trapo.
Dije:
-La mala vida te está embruteciendo.
Pero ella habia cambiado de expresión.
Ella dijo:- Entonces no.
Y volvió a mirarme a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:
Ella dijo:-Entonces, no estás celoso.
-En cierto modo, sí -dije-. Pero no es como tú dices.
Me aflojé el cuello y seguí limpiándome, secándome la garganta con el trapo.
Ella dijo: -¿Entonces?.
-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dije.
Ella dijo: -¿Qué?.
-Eso de irte con un hombre distinto todos los días -dije.
Ella dijo: -¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo?.
-Para que no se fuera, no -dije-. Lo mataría porque se fue contigo.
Ella dijo:-Es lo mismo.
La conversación había llegado a una densidad excitante.
-Todo eso es verdad -dije.
Ella dijo: -Entonces ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
-Si -dije.
Ella se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
Ella dijo:-Qué horror, José. Qué horror, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
Yo estaba confundido. Sentí un poco de indignación.
-Estás borracha, tonta -dije-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.
Pero ella ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Me vió abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Me vio moverme después hacia el extremo opuesto del mostrador. Me vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces ella habló de nuevo.
Ella dijo: - ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?......
Yo no la miré.
-Vete a dormir -dije- Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
Ella dijo:-En serio, José. No estoy borracha.
-Entonces te has vuelto bruta -dije.
Ella dijo:-Ven acá, tengo que hablar contigo. ¡Acércate!
Me paré frente a ella. Ella se inclinó hacia adelante, y me tomó fuertemente por el cabello.
Ella dijo: -Repíteme lo que me dijiste al principio.
-¿Qué? -dije.
Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.
Ella dijo: -Que matarías a un hombre que se acostara conmigo.
-Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad -dije.
Ella me soltó
Ella dijo: -¿Entonces me defenderías si yo lo matara?.
No respondí nada. Solo sonreí.
Ella dijo:-Contéstame, José. ¿Me defenderías si yo lo matara?
-Eso depende -dije-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
Ella dijo:-A nadie le cree más la policía que a ti.
Sonreí satisfecho. Ella se inclinó de nuevo hacia mi, por encima del mostrador.
Ella dijo:-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira.
-No se saca nada con eso -dije.
Ella dijo: -Por lo mismo. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
Me se puse a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. Ella miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
Ella dijo: -¿Por mí dirías una mentira, José?. En serio.
Y entonces volví a mirarla, bruscamente, a fondo.
-¿En qué lío te has metido, reina? -dije.
Me incliné hacia adelante, con los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador.
-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dije.
Ella dijo:-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme. ¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
-Nunca he pensado matar a nadie -dije.
Ella dijo:-No, hombre. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
-¡Ah! -dije-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
Ella dijo:-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
-Ya vuelves a enredar las cosas -dije.
Ella dijo: -No enredo nada.
Se estiró en el asiento y le vi sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
Ella dijo:-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dije.
Ella dijo:-Lo resolví hace un rato. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.
Agarré otra vez el trapo y me puse a frotar el vidrio, cerca de ella.
Dije:
- Hace tiempo que debiste darte cuenta.
Ella dijo: -Hace tiempo me estaba dando cuenta. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
Sonreí. Levanté la cabeza para mirarla, pero la vi concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
Ella dijo: -¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
-No hay para qué ir tan lejos -dije.
Ella dijo: -¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
-Eso pasa, reina -dije-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero ella seguía.
Ella dijo: -¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
-Eso no lo hace ningún hombre decente -dije.
Ella dijo: -¿Pero, y si lo hace?. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?
-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.-dije.
Ella dijo: -Bueno. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
-De todos modos no es para tanto -dije.
Seguí limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar.
Ella golpeó el vidrio con los nudillos.
Ella dijo: -Eres un salvaje, José. No entiendes nada.
Me agarró con fuerza por la manga.
Ella dijo:- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
-Está bien -dije -. Todo será como tú dices.
Ella dijo:-¿Eso no es defensa propia?.
-Casi, casi”, dije.
Y le guiñé un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad.
Pero ella siguió seria; lo soltó.
Ella dijo:-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso?.
-Depende -dije.
Ella dijo: -¿Depende de qué?.
-Depende de la mujer -dije.
Ella dijo: -Suponte que es una mujer que quieres mucho. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
-Bueno, como tú quieras, reina -dije, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y por eso me puse a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana.
Ella permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza mis movimientos.
De pronto, habló de nuevo.
Ella dijo: -¡José!
La miré con una ternura densa y triste.
Ella dijo: -Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada.
-Sí -dije-. Lo que no me has dicho es para dónde.
Ella dijo: -Por ahí. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
Me volví a sonreir.
-¿En serio te vas? -pregunté.
Ella dijo: -Eso depende de ti. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
Hize un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. Ella se inclinó hacia donde yo estaba.
Ella dijo: -Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
-Si vuelves por aquí debes traerme algo –dije.
Ella dijo: -Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo.
Pasé el trapo por el aire que se interponía entre yo y ella, como si estuviera limpiando un cristal invisible. Luego me alejé, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
-¿Qué? -dije, sin mirarla.
Ella dijo:-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto?.
-¿Para qué? -dije, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
Ella dijo: -Eso no importa. La cosa es que lo hagas.
Vi entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miré el reloj. Eran las seis y media en punto.
-Está bien, reina -dije distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
Ella dijo: -Bueno. Entonces, prepárame el bistec.
Me dirigí a la nevera, saqué un plato con carne y lo dejé en la mesa. Luego encendí la estufa.
-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dije.
Dijo la mujer: -Gracias, Pepillo.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando le di la vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea.
Ella dijo: -Pepillo.
-Ah. –dije.
Ella dijo: -¿En qué piensas?.
-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dije.
Ella dijo: -Claro que sí. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.
La miré desde la estufa.
-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -dije-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
Ella dijo: -Sí.
-¿Qué? –dije.
La mujer dijo: -Quiero otro cuarto de hora.
Eché el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
-En serio que no entiendo, reina -dije.
Ella dijo: -No seas tonto, José. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.
Ella estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que advirtiera el cigarrillo sin encender.
-No me había dado cuenta -dije.
Dijo ella:-Todavía no te has dado cuenta de nada.
Dejé el trapo en el mostrador, caminé hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresé luego con los fósforos. Ella se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre mis manos rústicas y velludas.
Le vi el abundante cabello, empavonado de vaselina gruesa y barata. Le vi su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Le vi el nacimiento del seno crepuscular, cuando ella levantó la cabeza, ya con la brasa entre los labios.
-Estás hermosa hoy, reina –le dije.
Ella dijo:-Déjate de tonterías. No creas que eso me va a servir para pagarte.
-No quise decir eso, reina -dije-. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo.
Ella tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.
-Te voy a preparar un buen bistec –le dije.
Ella dijo:-Todavía no tengo plata.
-Hace tres meses que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno -dije.
Ella dijo: -Hoy es distinto.
-Todos los días son iguales -dije-. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa, que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.
Ella dijo:-Y es verdad.
Ella se volvió y me miró registrando la nevera. Estuvo contemplandome durante dos, tres segundos. Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos.
Ella dijo: -Es verdad, José. Hoy es distinto.
Ella expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas:
Ella dijo: -Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José.
Yo miré el reloj.
-Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto -dije.
Ella dijo: -No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis. Vine a las seis menos cuarto.
-Acaban de dar las seis, reina -dije-. Cuando tú entraste acababan de darlas.
Ella dijo:-Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
Me dirigí hacia donde ella estaba. Me acerqué a su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de mis párpados.
-Sóplame aquí -dije.
Ella echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio.
Ella dijo: -Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo.
-Eso se lo vas a decir a otro -dije-. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.
Ella dijo:-Me tomé dos tragos con un amigo.
-Ah; entonces ahora me explico -dije.
Ella dijo:-Nada tienes que explicarte. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.
Me encogí de hombros.
-Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí -dije-. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.
Ella dijo: -Sí importan, José.
Ella estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono.
Ella dijo: - Y no es que yo lo quiera: es que hace un cuarto de hora que estoy aquí.
Ella volvió a mirar el reloj:
Ella dijo: -Qué digo: ya tengo veinte minutos.
-Está bien, reina -dije- Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta.
Durante todo este tiempo yo había estado moviéndome detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en mi papel.
-Quiero verte contenta –le dije.
Me detuve bruscamente, volviéndome hacia donde estaba ella.
-¿Tú sabes que te quiero mucho? -dije.
Ella me miró con frialdad.
Ella dijo:-¿Síii…? Qué descubrimiento, José. ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?
-No he querido decir eso, reina -dije-. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.
Ella dijo:-No te lo digo por eso. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya por un millón de pesos.
Me ruborizé. Le di la espalda y me puse a sacudir el polvo en las botellas del armario. Le dije sin volver la cara:
-Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.
Ella dijo:-No tengo hambre.
Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo que yo hacía en el armario. De pronto ella dejó de mirar hacia la calle.
Ella dijo:-¿Es verdad que me quieres, Pepillo?
-Es verdad –dije sin mirarla.
Ella dijo: -¿A pesar de lo que te dije?.
-¿Qué me dijiste? –le pregunté todavía sin mirarla.
Ella dijo:-Lo del millón de pesos.
-Ya lo había olvidado -dije.
Ella dijo: -Entonces, ¿me quieres?.
-Sí -dije.
Hubo una pausa. Seguí moviendome con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirarla. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas dijo:
Ella dijo:-¿Aunque no me acueste contigo?.
Y sólo entonces volví a mirarla:
-Te quiero tanto que no me acostaría contigo -dije.
Luego caminé hacia donde ella estaba. Me quedé mirándola de frente, con los brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos.
Dije-: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo.
En el primer instante ella pareció perpleja. Después me miró con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.
Ella dijo:-Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso!
Volví a sonrojarme con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos.
Dije:
-Esta tarde no entiendes nada, reina.
Y me limpié el sudor con el trapo.
Dije:
-La mala vida te está embruteciendo.
Pero ella habia cambiado de expresión.
Ella dijo:- Entonces no.
Y volvió a mirarme a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante:
Ella dijo:-Entonces, no estás celoso.
-En cierto modo, sí -dije-. Pero no es como tú dices.
Me aflojé el cuello y seguí limpiándome, secándome la garganta con el trapo.
Ella dijo: -¿Entonces?.
-Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso -dije.
Ella dijo: -¿Qué?.
-Eso de irte con un hombre distinto todos los días -dije.
Ella dijo: -¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo?.
-Para que no se fuera, no -dije-. Lo mataría porque se fue contigo.
Ella dijo:-Es lo mismo.
La conversación había llegado a una densidad excitante.
-Todo eso es verdad -dije.
Ella dijo: -Entonces ¿tú eres capaz de matar a un hombre?
-Si -dije.
Ella se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.
Ella dijo:-Qué horror, José. Qué horror, José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!
Yo estaba confundido. Sentí un poco de indignación.
-Estás borracha, tonta -dije-. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer.
Pero ella ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Me vió abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Me vio moverme después hacia el extremo opuesto del mostrador. Me vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces ella habló de nuevo.
Ella dijo: - ¿Es verdad que me quieres, Pepillo?......
Yo no la miré.
-Vete a dormir -dije- Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.
Ella dijo:-En serio, José. No estoy borracha.
-Entonces te has vuelto bruta -dije.
Ella dijo:-Ven acá, tengo que hablar contigo. ¡Acércate!
Me paré frente a ella. Ella se inclinó hacia adelante, y me tomó fuertemente por el cabello.
Ella dijo: -Repíteme lo que me dijiste al principio.
-¿Qué? -dije.
Trataba de mirarla con la cabeza agachada, asido por el cabello.
Ella dijo: -Que matarías a un hombre que se acostara conmigo.
-Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad -dije.
Ella me soltó
Ella dijo: -¿Entonces me defenderías si yo lo matara?.
No respondí nada. Solo sonreí.
Ella dijo:-Contéstame, José. ¿Me defenderías si yo lo matara?
-Eso depende -dije-. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo.
Ella dijo:-A nadie le cree más la policía que a ti.
Sonreí satisfecho. Ella se inclinó de nuevo hacia mi, por encima del mostrador.
Ella dijo:-Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira.
-No se saca nada con eso -dije.
Ella dijo: -Por lo mismo. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces.
Me se puse a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. Ella miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de la voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.
Ella dijo: -¿Por mí dirías una mentira, José?. En serio.
Y entonces volví a mirarla, bruscamente, a fondo.
-¿En qué lío te has metido, reina? -dije.
Me incliné hacia adelante, con los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador.
-Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? -dije.
Ella dijo:-En nada -dijo-. Sólo estaba hablando por entretenerme. ¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?
-Nunca he pensado matar a nadie -dije.
Ella dijo:-No, hombre. Digo que a nadie que se acueste conmigo.
-¡Ah! -dije-. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.
Ella dijo:-Gracias, José. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.
-Ya vuelves a enredar las cosas -dije.
Ella dijo: -No enredo nada.
Se estiró en el asiento y le vi sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño.
Ella dijo:-Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca. Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.
-¿Y de dónde te salió esa fiebre? -dije.
Ella dijo:-Lo resolví hace un rato. Sólo hace un momento que me di cuenta de que eso es una porquería.
Agarré otra vez el trapo y me puse a frotar el vidrio, cerca de ella.
Dije:
- Hace tiempo que debiste darte cuenta.
Ella dijo: -Hace tiempo me estaba dando cuenta. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres.
Sonreí. Levanté la cabeza para mirarla, pero la vi concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.
Ella dijo: -¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?
-No hay para qué ir tan lejos -dije.
Ella dijo: -¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, porque se acuerda de que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?
-Eso pasa, reina -dije-. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya.
Pero ella seguía.
Ella dijo: -¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a…?
-Eso no lo hace ningún hombre decente -dije.
Ella dijo: -¿Pero, y si lo hace?. ¿Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con todo eso es dándole una cuchillada por debajo?
-Esto es una barbaridad. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.-dije.
Ella dijo: -Bueno. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.
-De todos modos no es para tanto -dije.
Seguí limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar.
Ella golpeó el vidrio con los nudillos.
Ella dijo: -Eres un salvaje, José. No entiendes nada.
Me agarró con fuerza por la manga.
Ella dijo:- Anda, di que sí debía matarlo la mujer.
-Está bien -dije -. Todo será como tú dices.
Ella dijo:-¿Eso no es defensa propia?.
-Casi, casi”, dije.
Y le guiñé un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad.
Pero ella siguió seria; lo soltó.
Ella dijo:-¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso?.
-Depende -dije.
Ella dijo: -¿Depende de qué?.
-Depende de la mujer -dije.
Ella dijo: -Suponte que es una mujer que quieres mucho. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho.
-Bueno, como tú quieras, reina -dije, fastidiado.
Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y por eso me puse a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana.
Ella permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza mis movimientos.
De pronto, habló de nuevo.
Ella dijo: -¡José!
La miré con una ternura densa y triste.
Ella dijo: -Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada.
-Sí -dije-. Lo que no me has dicho es para dónde.
Ella dijo: -Por ahí. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una.
Me volví a sonreir.
-¿En serio te vas? -pregunté.
Ella dijo: -Eso depende de ti. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso?
Hize un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. Ella se inclinó hacia donde yo estaba.
Ella dijo: -Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla.
-Si vuelves por aquí debes traerme algo –dije.
Ella dijo: -Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo.
Pasé el trapo por el aire que se interponía entre yo y ella, como si estuviera limpiando un cristal invisible. Luego me alejé, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.
-¿Qué? -dije, sin mirarla.
Ella dijo:-¿Verdad que a cualquiera que te pregunte a qué hora vine le dirás que a las seis menos cuarto?.
-¿Para qué? -dije, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.
Ella dijo: -Eso no importa. La cosa es que lo hagas.
Vi entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miré el reloj. Eran las seis y media en punto.
-Está bien, reina -dije distraídamente-. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.
Ella dijo: -Bueno. Entonces, prepárame el bistec.
Me dirigí a la nevera, saqué un plato con carne y lo dejé en la mesa. Luego encendí la estufa.
-Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina -dije.
Dijo la mujer: -Gracias, Pepillo.
Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando le di la vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada, hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea.
Ella dijo: -Pepillo.
-Ah. –dije.
Ella dijo: -¿En qué piensas?.
-Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda -dije.
Ella dijo: -Claro que sí. Pero lo que quiero que me digas es si me darás todo lo que te pidiera de despedida.
La miré desde la estufa.
-¿Hasta cuándo te lo voy a decir? -dije-. ¿Quieres algo más que el mejor bistec?
Ella dijo: -Sí.
-¿Qué? –dije.
La mujer dijo: -Quiero otro cuarto de hora.
Eché el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.
-En serio que no entiendo, reina -dije.
Ella dijo: -No seas tonto, José. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.
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