lunes, 28 de septiembre de 2015
Cuentos Completos de Ezequiel Martínez Estrada
“Sábado de gloria” (uno de sus mejores relatos) es la historia de un burócrata, un oscuro hombrecito y su angustiosa lucha por conseguir una solicitud de licencia, el mismo día en que cambian las autoridades del Ministerio donde trabaja afanosamente desde tiempos inmemoriales, después de que un golpe militar derrocara dos días antes a la anterior junta militar. La escenografía, una vez más, concentra ese universo laberíntico que someterá al sujeto a una larga serie de dilaciones hasta despojarlo de toda posibilidad de esperanza. “Cuando dos de ellos iban por el mismo camino que quedaba libre entre los escritorios y las pilas de expedientes, tenían que hacer un esfuerzo para pasar; otras veces decidían dar vueltas y encontrar cada cual su camino como en un laberinto, porque para caminar había que resolver antes el rompecabezas de los escritorios y las sillas.” Los espacios abarrotados de objetos y de personajes que no parecen tener otra función que impedir al protagonista conseguir su objetivo no dejan de apelar al humor de los cuadros circenses, pero atravesados por un sarcasmo que convierte la risa en gesto sardónico y que pasó inadvertido entre sus primeros lectores. “Pasaron varios ordenanzas cargando pilas de expedientes. Uno llevaba un legajo enorme sobre la cabeza y grandes paquetes bajo los brazos y otros papeles en las manos.” La literatura, nos recuerda Kafka, es sólo broma y desesperación.
Y si hay una interrogación que atraviesa casi la totalidad de estos relatos es acerca de los mecanismos del poder y sus modos de configuración de la subjetividad. Si para la concepción foucaultiana el individuo es un efecto del poder que atraviesa los cuerpos y lo conforma, es en la figura del “hombrecito”, ese oficinista gris que aparecerá tanto en Kafka como en Martínez Estrada, donde se diseña el contorno preciso de la opresión. En “Sábado de gloria”, el protagonista, después de escuchar la voz imperativa de su esposa recordándole las obligaciones precisas que debía cumplir la mañana en que partirían de vacaciones, “sintió una amargura infinita en todo el cuerpo y como si se le revelara instantáneamente la causa secreta de su falta de suerte para ascender y de su abatimiento de vejez prematura”.
Nada es más material, más físico, más corporal que el ejercicio del poder, que es la guerra continuada por otros medios, concluirá Foucault, como parece aceptar el protagonista, quien, “pensaba en el inmenso poder que ese jovencito tenía en sus manos. Se le apareció como un semidiós elegido para terribles empresas. Estaba atemorizado y avergonzado, sintiéndose impotente, bajo una presión de acontecimientos que se apelmazaban en una masa indiscernible en su estómago”. La humillación física y moral es otra de las formas que el poder disciplinario utiliza en su modo particular de producción de la subjetividad.
La topografía, una de las prácticas más cercanas a la filosofía política que el postestructuralismo tomó para su análisis y que le sirvió para describir la arquitectura de los regímenes disciplinarios es la que ilumina ciertas metáforas espaciales definidas tanto por lo geográfico como por lo estratégico, como la palabra “región”, del verbo dirigir (regere) o “provincia” que no es más que territorio vencido, como nos informa Foucault en la Microfísica del poder.
Y es en la arquitectura laberíntica e hiperbólica de los espacios diseñados en todos sus cuentos donde se cifra uno de los temas centrales en este autor: la imposibilidad radical del conocimiento de la realidad y la enajenación del hombre frente a su sociedad. Como la que se percibe en los espacios que elige para estos relatos distópicos en los que la escenografía se sobreimprime a un mundo convertido en miniatura, que, para los que lo habitan, tiene los contornos de un infierno, donde la saturación pareciera perseguir el objetivo de ocupar todos los espacios hasta hacer de la miniatura, territorio del infinito.
El Palacio Bisiesto, en “Juan Florido”, horrible hotel donde conviven en una suerte de pandemóniun sus habitantes, aparece como la metáfora de una ciudad que condena a sus inmigrantes a una vida de humillación y ultraje; las ominosas oficinas ministeriales de donde pareciera que nadie puede (ni quiere) salir; el hospital, que a fuerza de expandirse, ocupa el tamaño de una ciudad en “Examen sin conciencia”, donde un grupo de médicos y estudiantes reprobados se confabula para someter al protagonista a una operación sin su consentimiento o la casa de “Marta Riquelme” (quizás el único texto de ficción de este autor posteriormente valorado en el tiempo), una propiedad construida fragmentariamente alrededor de un árbol añoso, que ha crecido junto con la familia hasta alcanzar el tamaño de todo el pueblo. Y esta singularidad de los escenarios que crecen hasta convertirse en el todo, los convierte finalmente en islas tan desiertas como la que encontró Robinson Crusoe después de su naufragio y a sus protagonistas, inmersos en la más radical de las experiencias de la soledad.
“Marta Riquelme”, el relato que más ha discutido la crítica, diferente de todos en relación con su propia obra y con la serie de la literatura argentina, se presenta a los lectores como el prólogo de las memorias de una joven, que el narrador se propuso publicar y para eso dedicó varios años de su vida a la transcripción de un manuscrito que al borde de lo ilegible (y de lo interpretable) aparece como la muestra más extrema de la obsesión literaria, cuando la ecdótica, el arte de la edición de manuscritos antiguos, se transforma en enfermedad incurable.
Las peripecias que sufre el editor y quienes lo acompañan en la monstruosa empresa de recuperar por la vía de su memoria, el único manuscrito (ya que, para sumar obstáculos, la imprenta lo perdió), el producto de tres años de engorrosa tarea de exégesis, que incluye el debate acerca de los posibles sentidos de un mismo término, como si su autora se hubiera propuesto desorientar a sus probables lectores, potencian, como en una puesta en abismo barroca, las contradictorias versiones que una u otra variante ofrecen.
El confuso material que se entrega a los lectores no hace más que borrar o contradecir a cada frase el proyecto inicial: publicar la biografía de Marta Riquelme, una niña-mujer que tanto podría ser un ángel como un demonio, de una inocencia sublime o de una perversidad extrema. Ni siquiera el mismo narrador logra dar una única versión de los motivos que lo llevaron a elegir este retrato de la pura ambigüedad. “La obra inédita de Marta Riquelme –así comienza el relato– que el lector encontrará a continuación fielmente reproducida y que por este prólogo se le presenta, ha sido escrito por su autora con la intención de que llegara a conocimiento de muchas personas. (...) Pero debo advertir que Marta Riquelme no es una escritora. Hasta diría que casi no sabe escribir.” A partir de ahí comienza la narración del accidentado derrotero del manuscrito, de la desaparición misteriosa de los implicados en su edición, de las discusiones en torno del significado de algunos términos, de la imposibilidad de determinar la moralidad de la protagonista y de algunos personajes familiares, porque si hay algo que queda en claro es que la narración ha hecho del oximoron la matriz de su escritura. “De ninguna manera podría yo asegurar que el texto de 1786 páginas manuscritas que forman el presente libro sea en efecto lo que escribió su autora. Es muy posible que hayamos cometido algunos de esos errores, tan común en los filólogos, que pueden alterar la concepción total de la obra.”
Cuentos completos. Ezequiel Martínez Estrada. Fondo de Cultura Económica 527 páginas
Un texto que, sistemáticamente, tensa los límites de lo narrable hasta romper el pacto de lectura que supone la fidelidad de los hechos que se cuentan, y que no es más que una serie de marcos concéntricos que encierran (en lugar de anunciar) las memorias de una niña que, según el narrador, tienen la intensidad de un siglo vivido, y que, contradiciendo la afirmación del comienzo, concluye afirmando: “Todo lo que sigue es sencillamente estupendo”.
Dejando de lado el hecho de que después no sigue nada, bien podría ser el epígrafe de estos extraordinarios Cuentos completos.
domingo, 27 de septiembre de 2015
Cuentos Romanos de Alberto Moravia
Alberto Moravia (Roma, 1907-1990) comienza su carrera literaria a edad muy temprana, con 22 años publica "Los indiferentes". Colabora con diarios y revistas habitualmente, y en 1935 escribe "Las ambiciones defraudadas", a la que siguen "El engaño" (1937), "Los sueños del haragán" (1940), "La mascarada" (1941) o "Agostino" (1944). De su producción narrativa posterior cabe destacar novelas como "La romana" (1947), "El conformista" (1951) o "El tedio" (1960). En el estilo de Moravia confluyen aspectos filosóficos y psicológicos que le sirven para abordar los problemas sociales de su época.
Contenido del índice:
Fanático
¡Hasta la vista!
Lluvia de mayo
No ahondes
Una estupenda velada
Bromas del calor
El doble
El payaso
El billete falso
El camionero
El pensador
Engendros
El intermediario
El rorro
El crimen perfecto
El pic-nic
La mancha de vino
Prepotente a la fuerza
Derrochador
Un día negro
Las joyas
Tabú
No digo que no
El inconsciente
La prueba cinematográfica
Pelmazo
La ciociara
Pataconero
Bromas de Ferragosto.
El terror de Roma
La amistad
La ruina de la humanidad
Pierdepié
Viejo estúpido
Caterina
La palabra "mamá"
Las gafas
El perro chino
Mario
Los amigos sin dinero
Bu bu bu
Ladrones en la iglesia
Te toca a ti
Cara de bellaco
Un hombre infortunado
Echar a suertes
¡Tómate un caldo!
La vida campestre
Sus días
La excursión
El desquite de Tarzán
Rómulo y Remo
Cara de salchichero
El apetito
La enfermera
El tesoro
La competencia
Bajito
El guardián
La nariz
Pina.
Los cuentos “Dublineses” de James Joyce
Los cuentos “Dublineses” de James Joyce se dividen en 15 cuentos, relativamente breves, escritos entre los años 1904 en la ciudad de Dublín y finalizado en el año 1914 en la ciudad de Trieste. Si bien el libro al principio contó con doce cuentos luego se le agregaron tres cuentos más para finalizar la edición completa.
Los cuentos que podrás leer, disfrutar y vivenciar sobre el siglo XX en la sociedad “inmóvil” de Dublín, son los siguientes:
Las hermanas
Un encuentro
Arabia
Eveline
Después de la carrera
Dos galanes
La casa de huéspedes
Una nubecilla
Duplicados
Polvo y ceniza
Un triste caso
Efemérides en el comité
Una madre
A mayor gracia de Dios
Los muertos
En cada uno de estos cuentos encontrarán la voz fuerte de una autor, de un personaje, que intentará retratar con sus palabras la vida que llevaba la sociedad de Dublín en el siglo XX a causa del sometimiento del Imperio Británico y la Iglesia Católica.
Los cuentos que podrás leer, disfrutar y vivenciar sobre el siglo XX en la sociedad “inmóvil” de Dublín, son los siguientes:
Las hermanas
Un encuentro
Arabia
Eveline
Después de la carrera
Dos galanes
La casa de huéspedes
Una nubecilla
Duplicados
Polvo y ceniza
Un triste caso
Efemérides en el comité
Una madre
A mayor gracia de Dios
Los muertos
En cada uno de estos cuentos encontrarán la voz fuerte de una autor, de un personaje, que intentará retratar con sus palabras la vida que llevaba la sociedad de Dublín en el siglo XX a causa del sometimiento del Imperio Británico y la Iglesia Católica.
El nene de Alberto Moravia
Un día que mi mujer andaba de mal humor le dijo la verdad a aquella buena señora que nos traía la ayuda de la Sociedad Asistencial de Roma y que no dejaba de preguntarnos por qué traíamos tantos hijos al mundo: “Si tuviéramos dinero, en la noche iríamos al cine… Pero como no lo tenemos, nos vamos a la cama y así nacen los hijos”. La señora se sintió ofendida al oír tales palabras y se fue sin decir nada. Yo regañé a mi mujer porque no es bueno decir siempre la verdad, y antes de decirla uno debe saber con quién trata.
Para seguir leyendo este cuento:
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viernes, 25 de septiembre de 2015
El asesino de Stephen King
De repente se despertó sobresaltado, y se dio cuenta de que no sabía quién era, ni qué estaba haciendo aquí, en una fábrica de municiones. No podía recordar nada, ni siquiera su nombre. La fábrica era enorme, con líneas de ensamblaje y cintas transportadoras, con el sonido de las piezas que estaban siendo ensambladas. Tomó uno de los revólveres, ya terminados, de una caja donde estaban siendo, automáticamente, empaquetados. Había estado operando en la máquina, pero ahora estaba parada. Recogió el revólver como algo muy natural. Caminó lentamente hacia el otro lado de la fábrica, a lo largo de las rampas de vigilancia. Allí había otro hombre empaquetando balas. "¿Quién soy?" -le dijo pausadamente, indeciso. El hombre continuó trabajando. No levantó la vista, daba la sensación de que no lo había escuchado."¿Quién soy? ¿Quién soy?" -gritó, y aunque toda la fábrica retumbó con el eco de sus salvajes gritos, nada cambió. Los hombres continuaron trabajando, sin levantar la vista. Agitó el revólver junto a la cabeza del hombre que empaquetaba balas. Lo golpeó, y el empaquetador cayó, y con su cara golpeó la caja de balas que se derramaron sobre el suelo. Él recogió una. Era el calibre correcto. Cargó varias más. Escucho el click-click de pisadas sobre él, se volvió y vio a un guarda caminando sobre una rampa de vigilancia. "¿Quién soy?" -le gritó. Realmente no esperaba obtener respuesta. Pero el guarda miró hacia abajo, y comenzó a correr. Apuntó el revólver hacia arriba y disparó dos veces. El guarda se detuvo, y cayó de rodillas, pero antes de caer, pulsó un botón rojo en la pared. Una sirena comenzó a aullar ruidosamente. "¡Asesino! ¡Asesino! ¡Asesino!" -bramaron los altavoces. Los trabajadores no levantaron la vista. Continuaron trabajando. Corrió, intentando alejarse de la sirena, del altavoz. Vio una puerta, y se dirigió hacia ella. La abrió, y cuatro hombres uniformados aparecieron. Le dispararon con extrañas armas de energía. Los rayos pasaron a su lado.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más guardas llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había allí más hombres uniformados. Lo tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que sólo quiero saber quién soy!" Dispararon, y los rayos de energía lo abatieron. Todo se volvió oscuro... "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda."No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? “Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.
Observaron cómo el camión de reparación de robots desaparecía por la curva.
Disparó tres veces más, y uno de los hombres uniformados cayó, su arma resonó al caer al suelo. Corrió en otra dirección, pero más guardas llegaban desde la otra puerta. Miró furiosamente alrededor. ¡Estaban llegando de todos lados! ¡Tenía que escapar! Trepó, más y más alto, hacia la parte superior. Pero había allí más hombres uniformados. Lo tenían atrapado. Disparó hasta vaciar el cargador del revólver. Se acercaron hacia él, algunos desde arriba, otros desde abajo. "¡Por favor! ¡No disparen! ¡No se dan cuenta de que sólo quiero saber quién soy!" Dispararon, y los rayos de energía lo abatieron. Todo se volvió oscuro... "Uno de ellos se convierte en asesino de vez en cuando," dijo el guarda."No lo entiendo," dijo el segundo, rascándose la cabeza. "Mira ese. ¿Qué era lo que decía? “Solo quiero saber quién soy. Eso era. Parecía casi humano. Estoy comenzando a pensar que están haciendo esos robots demasiado bien”.
Observaron cómo el camión de reparación de robots desaparecía por la curva.
jueves, 24 de septiembre de 2015
La mujer que llegaba a las seis de Gabriel García Márquez (adaptación)
La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante. Acababan de dar las seis y yo sabía que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era la clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando ella entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios.
-Hola, reina –le dije cuando la vi sentarse. Luego caminé hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba alguien al restaurante yo hacía lo mismo. Hasta con ella con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, yo representaba la diaria comedia de hombre diligente.
-¿Qué quieres hoy? –le dije.
Dijo ella: -Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero.
-Hola, reina –le dije cuando la vi sentarse. Luego caminé hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba alguien al restaurante yo hacía lo mismo. Hasta con ella con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, yo representaba la diaria comedia de hombre diligente.
-¿Qué quieres hoy? –le dije.
Dijo ella: -Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero.
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domingo, 20 de septiembre de 2015
En memoria de Paulina de Adolfo Bioy Casares
Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. “Nuestras” en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.
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La casa de Irene de Felisberto Hernández
I
Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más.
En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco.
Hoy fui a la casa de una joven que se llama Irene. Cuando la visita terminó me encontré con una nueva calidad de misterio. Siempre pensé que el misterio era negro. Hoy me encontré con un misterio blanco. Éste se diferenciaba del otro en que el otro tentaba a destruirlo y éste no tentaba a nada: uno se encontraba envuelto en él y no le importaba nada más.
En el primer momento Irene es la persona que con más gusto pondríamos de ejemplo como simpáticamente normal: es muy sana, franca y expresiva; sobre cualquier cosa dice lo que diría un ejemplar de ser humano, pero sin ninguna insensatez ni ningún interés más intenso del que requiere el asunto; dice palabras de más como cuando una persona se desborda, y de menos como cuando se retrae; cuando se ríe o llora parece muy saludable y así sucesivamente. Y sin embargo, en su misma espontaneidad está el misterio blanco.
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Muchacha punk de Rodolfo Fogwill
En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk. Decir “hice el amor” es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que “hicimos” ella y yo, no eran el amor y ni siquiera –me atrevería hoy a demostrarlo–, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta historia es que la muchacha punk y yo nos “acostamos juntos”.
Otro decir, porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición bípeda, –integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
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Sólo se ahorca una vez de Dashiell Hammett
Samuel Spade dijo:
-Me llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett…, al señor Timothy Binnett.
-Señor, en este momento el señor Binnett está descansando -respondió indeciso el mayordomo.
-¿Sería tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante -Spade carraspeó-. Yo… jummm… acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas propiedades que tiene en aquel país.
El mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera principal mientras aún hablaba.
Spade lió un cigarrillo y lo encendió.
-Me llamo Ronald Ames y quiero ver al señor Binnett…, al señor Timothy Binnett.
-Señor, en este momento el señor Binnett está descansando -respondió indeciso el mayordomo.
-¿Sería tan amable de averiguar en qué momento podrá recibirme? Es importante -Spade carraspeó-. Yo… jummm… acabo de llegar de Australia y vengo a verlo en relación con algunas propiedades que tiene en aquel país.
El mayordomo se volvió al tiempo que decía que vería qué podía hacer y subió la escalera principal mientras aún hablaba.
Spade lió un cigarrillo y lo encendió.
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Morfina de Mijaíl Bulgákov
I
Las personas inteligentes han observado desde hace tiempo que la felicidad es como la salud: cuando la tienes, no la percibes. Pero, cuando pasan los años, cómo recuerdas la felicidad, ¡oh, cómo la recuerdas!
En lo que a mí se refiere, sólo ahora me doy cuenta de que en el invierno de 1917 fui feliz. ¡Un año inolvidable, impetuoso, acosado por las tormentas de nieve!
La tormenta que había comenzado me atrapó, como a un trozo de periódico roto, y me transportó de un lugar perdido a la capital de distrito. ¡Vaya gran cosa, dirán ustedes, la capital de un distrito! Pero si alguien hubiera pasado un año y medio -como lo hice yo- en medio de la nieve en invierno y de los severos y pobres bosques durante el verano sin ausentarse ni un solo día, si alguien hubiera roto la tira de papel que envolvía el periódico de la semana anterior con fuertes latidos del corazón como un amante feliz rompe un sobre azul, si alguien hubiera recorrido, para atender un parto, dieciocho verstas en un trineo tirado por caballos que marchan en fila india, si alguien hubiera hecho todo esto, supongo que me comprendería.
La lámpara de petróleo es comodísima, ¡pero yo prefiero la electricidad!
Las personas inteligentes han observado desde hace tiempo que la felicidad es como la salud: cuando la tienes, no la percibes. Pero, cuando pasan los años, cómo recuerdas la felicidad, ¡oh, cómo la recuerdas!
En lo que a mí se refiere, sólo ahora me doy cuenta de que en el invierno de 1917 fui feliz. ¡Un año inolvidable, impetuoso, acosado por las tormentas de nieve!
La tormenta que había comenzado me atrapó, como a un trozo de periódico roto, y me transportó de un lugar perdido a la capital de distrito. ¡Vaya gran cosa, dirán ustedes, la capital de un distrito! Pero si alguien hubiera pasado un año y medio -como lo hice yo- en medio de la nieve en invierno y de los severos y pobres bosques durante el verano sin ausentarse ni un solo día, si alguien hubiera roto la tira de papel que envolvía el periódico de la semana anterior con fuertes latidos del corazón como un amante feliz rompe un sobre azul, si alguien hubiera recorrido, para atender un parto, dieciocho verstas en un trineo tirado por caballos que marchan en fila india, si alguien hubiera hecho todo esto, supongo que me comprendería.
La lámpara de petróleo es comodísima, ¡pero yo prefiero la electricidad!
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Final de una relación de Alberto Moravia
Una tarde de noviembre, Lorenzo, joven rico y ocioso, corría en automóvil hacia su casa, donde sabía que su querida lo estaba esperando hacía ya más de media hora. El tiempo, que había empeorado repentinamente con una lluvia desordenada e intermitente y un viento muy desagradable, que encontraba siempre la manera de soplar en plena cara fuera cuál fuera la dirección en que se marchara, cierto insomnio que todas las noches, tras las primeras horas de sueño, lo despertaba de improviso y lo mantenía en vela hasta el alba, una sensación de pánico, de persecución y de opacidad de la que hacía meses no conseguía librarse, todo contribuía a poner a Lorenzo en un estado de ánimo enardecido y rabioso. «Acabar con todo esto», se repetía continuamente mientras conducía el coche por las calles de la ciudad y sentía que la menor nadería -el limpiaparabrisas que interrumpía un momento su vaivén sobre el vidrio empapado, la palanca de las marchas que en medio del tráfico, bajo su mano frenética, no entraba bien, los inútiles clamores de las bocinas de los automóviles parados tras el suyo- le producía una pena aguda y miserable, con ganas de gritar: «Pero ¿acabar con qué?» Lorenzo no habría podido responder con exactitud a esta pregunta. Cada vez que dirigía la mirada desde su injustificada miseria a su propia vida comprendía que no le faltaba nada, que no había nada que cambiar, que había obtenido todo lo que deseaba e incluso algo más. ¿Acaso no era rico? ¿Y no hacía de sus riquezas un uso juicioso y refinado?
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El policía de las ratas de Roberto Bolaño
Me llamo José, aunque la gente que me conoce me llama Pepe, y algunos, generalmente los que no me conocen bien o no tienen un trato familiar conmigo, me llaman Pepe el Tira. Pepe es un diminutivo cariñoso, afable, cordial, que no me disminuye ni me agiganta, un apelativo que denota, incluso, cierto respeto afectuoso, si se me permite la expresión, no un respeto distante. Luego viene el otro nombre, el alias, la cola o joroba que arrastro con buen ánimo, sin ofenderme, en cierta medida porque nunca o casi nunca lo utilizan en mi presencia. Pepe el Tira, que es como mezclar arbitrariamente el cariño y el miedo, el deseo y la ofensa en el mismo saco oscuro. ¿De dónde viene la palabra Tira? Viene de tirana, tirano, el que hace cualquier cosa sin tener que responder de sus actos ante nadie, el que goza, en una palabra, de impunidad. ¿Qué es un tira? Un tira es, para mi pueblo, un policía. Y a mí me llaman Pepe el Tira porque soy, precisamente, policía, un oficio como cualquier otro pero que pocos están dispuestos a ejercer. Si cuando entré en la policía hubiera sabido lo que hoy sé, yo tampoco estaría dispuesto a ejercerlo. ¿Qué fue lo que me impulsó a hacerme policía? Muchas veces, sobre todo últimamente, me lo he preguntado, y no hallo una respuesta convincente.
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Una muerte mental de Giovanni Papini
De uno de los más recientes suicidios en los últimos años no se conocería la verdadera historia si yo no tuviese el vicio de andar en busca de los raros con la esperanza -casi siempre superflua- de hallarme con un grande.
Todos nosotros sabemos, qué defectuosas son las estadísticas -digo a propósito defectuosas en él sentido de insuficientes. Aunque algunos equilibrados vegetantes lamenten con cara de pavor el crecimiento continuo de las muertes voluntarias, sé bien, por mi parte, que no todas son registradas. Entre los enfermos y los aparentes asesinados, los suicidas menudean. Constituyen, quizás, la mayoría. Algo me impulsa casi a decir que cada muerte es voluntaria. Pero ¿cómo? ¿De qué manera? ¡Ay de mí! ¡De maneras comunes, vulgares, vulgarísimas! Falta de sabiduría, falta de voluntad .-pocos son los que prevén y pueden-: un arrojarse al encuentro del destino casi como pájaros dentro de la serpiente o locos -en la hoguera. Hombres que no han querido vivir y han preferido el breve presente al largo y cierto porvenir. Leopardi aprobaría: pero quién puede negar que ésas, son vidas truncadas?.
El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a ninguno de los conocidos hasta ahora. Ni la historia ni la crónica nos hablan de otro parecido o igual.
Todos nosotros sabemos, qué defectuosas son las estadísticas -digo a propósito defectuosas en él sentido de insuficientes. Aunque algunos equilibrados vegetantes lamenten con cara de pavor el crecimiento continuo de las muertes voluntarias, sé bien, por mi parte, que no todas son registradas. Entre los enfermos y los aparentes asesinados, los suicidas menudean. Constituyen, quizás, la mayoría. Algo me impulsa casi a decir que cada muerte es voluntaria. Pero ¿cómo? ¿De qué manera? ¡Ay de mí! ¡De maneras comunes, vulgares, vulgarísimas! Falta de sabiduría, falta de voluntad .-pocos son los que prevén y pueden-: un arrojarse al encuentro del destino casi como pájaros dentro de la serpiente o locos -en la hoguera. Hombres que no han querido vivir y han preferido el breve presente al largo y cierto porvenir. Leopardi aprobaría: pero quién puede negar que ésas, son vidas truncadas?.
El suicidio cuyo misterio he sabido no se parece a ninguno de los conocidos hasta ahora. Ni la historia ni la crónica nos hablan de otro parecido o igual.
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De una obra abandonada de Samuel Becket
Me levanté tempranito ese día, era joven entonces, sintiéndome pésimo y salí, mamá estaba asomada a la ventana en camisón llorando y despidiéndose de mí. Qué mañana tan bonita y fresca, todo brillaba como suele suceder a esas horas. Me sentí pésimo de veras, muy violento. El cielo se oscurecería muy pronto y llovería y seguiría lloviendo todo el día hasta la tarde. Luego, en un segundo, todo azul y el sol, luego la noche. Sintiendo todo esto, qué violento y qué día, me detuve y volteé. Así, con la cabeza agachada, porque estaba buscando un caracol, un baboso o un gusano. Cuánto amor había en mí por todas las cosas estáticas y enraizadas, los arbustos, las piedras y cosas así, demasiado numerosas para mencionarlas, hasta las flores del campo; no sentía lo mismo por el mundo cuando en mis cinco sentidos llegaba a tocar algo así, o a cogerlo.
Para continuar leyendo este cuento:
El ladrón de cadáveres de Robert Louis Stevenson
Todas las noches del año nos sentábamos los cuatro en el pequeño reservado de la posada George en Debenham: el empresario de pompas fúnebres, el dueño, Fettes y yo. A veces había más gente; pero tanto si hacía viento como si no, tanto si llovía como si nevaba o caía una helada, los cuatro, llegado el momento, nos instalábamos en nuestros respectivos sillones. Fettes era un viejo escocés muy dado a la bebida; culto, sin duda, y también acomodado, porque vivía sin hacer nada. Había llegado a Debenham años atrás, todavía joven, y por la simple permanencia se había convertido en hijo adoptivo del pueblo. Su capa azul de camelote era una antigüedad, igual que la torre de la iglesia. Su sitio fijo en el reservado de la posada, su conspicua ausencia de la iglesia, y sus vicios vergonzosos eran cosas de todos sabidas en Debenham. Mantenía algunas opiniones vagamente radicales y cierto pasajero escepticismo religioso que sacaba a relucir periódicamente, dando énfasis a sus palabras con imprecisos manotazos sobre la mesa. Bebía ron: cinco vasos todas las veladas; y durante la mayor parte de su diaria visita a la posada permanecía en un estado de melancólico estupor alcohólico, siempre con el vaso de ron en la mano derecha. Le llamábamos el doctor, porque se le atribuían ciertos conocimientos de medicina y en casos de emergencia había sido capaz de entablillar una fractura o reducir una luxación, pero, al margen de estos pocos detalles, carecíamos de información sobre su personalidad y antecedentes.
Para seguir leyendo este cuento:
Los nueve billones de nombres de Dios de Arthur C. Clarke
-Esta es una petición un tanto desacostumbrada- dijo el doctor Wagner, con lo que esperaba podría ser un comentario plausible-. Que yo recuerde, es la primera vez que alguien ha pedido una computadora de secuencia automática para un monasterio tibetano. No me gustaría mostrarme inquisitivo, pero me cuesta pensar que en su… ejem… establecimiento haya aplicaciones para semejante máquina. ¿Podría explicarme que intentan hacer con ella?
-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
-No acabo de comprender…
-Con mucho gusto- contestó el lama, arreglándose la túnica de seda y dejando cuidadosamente a un lado la regla de cálculo que había usado para efectuar la equivalencia entre las monedas-. Su computadora Mark V puede efectuar cualquier operación matemática rutinaria que incluya hasta diez cifras. Sin embargo, para nuestro trabajo estamos interesados en letras, no en números. Cuando hayan sido modificados los circuitos de producción, la maquina imprimirá palabras, no columnas de cifras.
-No acabo de comprender…
Para seguir leyendo este cuento:
El lápiz de Raymond Chandler
1
Era un hombre algo rechoncho con una sonrisa deshonesta que estiraba las comisuras de sus labios un centímetro hacia los lados, cerrando mucho la boca y dando a los ojos una expresión triste. Para un hombre tirando a grueso, tenía un andar perezoso. La mayoría de hombres gruesos caminan con rapidez y ligereza. Llevaba un traje gris de punto de espina y una corbata pintada a mano en la que se veía parte de una chica en plena zambullida. la camisa era limpia, lo cual me animó, y sus mocasines marrones, tan poco indicados como la corbata para el traje que lucía, estaban recién lustrados.
Pasó por delante de mí mientras yo mantenía abierta la puerta que separa la sala de espera de mi sala de meditación. Una vez dentro, echó una rápida mirada a su alrededor. Yo habría dicho que era un mafioso de segunda categoría, si alguien me lo hubiera preguntado. Por una vez, no me equivoqué. Si iba armado, debía llevar el arma en los pantalones. La chaqueta era demasiado ajustada para ocultar el bulto de una pistolera de hombro.
Se sentó con cuidado, yo tomé asiento frente a él y los dos nos miramos. Su rostro tenía la viveza de un zorro. Sudaba ligeramente. La expresión de mi rostro estaba programada para expresar interés, pero no curiosidad. Cogí una pipa y el humidificador de piel en que guardaba mi tabaco Pearce. Le ofrecí cigarrillos.
—No fumo.
Era un hombre algo rechoncho con una sonrisa deshonesta que estiraba las comisuras de sus labios un centímetro hacia los lados, cerrando mucho la boca y dando a los ojos una expresión triste. Para un hombre tirando a grueso, tenía un andar perezoso. La mayoría de hombres gruesos caminan con rapidez y ligereza. Llevaba un traje gris de punto de espina y una corbata pintada a mano en la que se veía parte de una chica en plena zambullida. la camisa era limpia, lo cual me animó, y sus mocasines marrones, tan poco indicados como la corbata para el traje que lucía, estaban recién lustrados.
Pasó por delante de mí mientras yo mantenía abierta la puerta que separa la sala de espera de mi sala de meditación. Una vez dentro, echó una rápida mirada a su alrededor. Yo habría dicho que era un mafioso de segunda categoría, si alguien me lo hubiera preguntado. Por una vez, no me equivoqué. Si iba armado, debía llevar el arma en los pantalones. La chaqueta era demasiado ajustada para ocultar el bulto de una pistolera de hombro.
Se sentó con cuidado, yo tomé asiento frente a él y los dos nos miramos. Su rostro tenía la viveza de un zorro. Sudaba ligeramente. La expresión de mi rostro estaba programada para expresar interés, pero no curiosidad. Cogí una pipa y el humidificador de piel en que guardaba mi tabaco Pearce. Le ofrecí cigarrillos.
—No fumo.
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El suicida sustituto de Giovanni Papini
Era inútil. Cada esfuerzo parecía agravar el inconveniente. El sombrerito de paño no quería cubrir adecuadamente aquella vergonzosa calvicie, surcada por escasos cabellos estirados que el peluquero extendía tres veces por semana a través del cráneo, última barrera de toda ilusión absalónica. Los manotazos que llevaban al sombrerito de derecha a izquierda eran, según la tácita opinión del matemático presente, un puro derroche de energía. Mi pobre amigo estaba más nervioso que los otros días. Una sola taza de café -¡y de qué miserable café!- lo había reducido a ese estado. No podía estar quieto: la silla se agitaba debajo de él con graves crujidos y bruscos estruendos sofocados por el piso. Los cigarrillos -había fumado dos paquetes en pocas horas-, le habían dado una especie de delirio confabulatorio que comenzaba a preocuparme. Desde muy temprano, cuando llegué a la ciudad, no tuve ánimo para dejarlo solo. Probablemente sufría, pero no quería hablar del motivo de su sufrimiento.
Viéndolo allí, en el café, con el lápiz en la mano, los ojos extraviados, el sombrero sobre una pared y el cigarrillo apagado, que surgía oblicuo y cayéndose de uno de los ángulos de los labios morados, daba casi miedo y ya el camarero, en secreto, me había pedido al oído que lo llevara a casa.
Se lo propuse.
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sábado, 19 de septiembre de 2015
Markheim de Robert Louis Stevenson
-Sí -dijo el anticuario-, nuestras buenas oportunidades son de varias clases. Algunos clientes no saben lo que me traen, y en ese caso percibo un dividendo en razón de mis mayores conocimientos. Otros no son honrados -y aquí levantó la vela, de manera que su luz iluminó con más fuerza las facciones del visitante-, y en ese caso -continuó- recojo el beneficio debido a mi integridad.
Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.
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Markheim acababa de entrar, procedente de las calles soleadas, y sus ojos no se habían acostumbrado aún a la mezcla de brillos y oscuridades del interior de la tienda. Aquellas palabras mordaces y la proximidad de la llama le obligaron a cerrar los ojos y a torcer la cabeza.
El anticuario rió entre dientes.
-Viene usted a verme el día de Navidad -continuó-, cuando sabe que estoy solo en mi casa, con los cierres echados y que tengo por norma no hacer negocios en esas circunstancias. Tendrá usted que pagar por ello; también tendría que pagar por el tiempo que pierda, puesto que yo debería estar cuadrando mis libros; y tendrá que pagar, además, por la extraña manera de comportarse que tiene usted hoy. Soy un modelo de discreción y no hago preguntas embarazosas; pero cuando un cliente no es capaz de mirarme a los ojos, tiene que pagar por ello.
El anticuario rió una vez más entre dientes; y luego, volviendo a su voz habitual para tratar de negocios, pero todavía con entonación irónica, continuó:
-¿Puede usted explicar, como de costumbre, de qué manera ha llegado a su poder el objeto en cuestión? ¿Procede también del gabinete de su tío? ¡Un coleccionista excepcional, desde luego!
Y el anticuario, un hombrecillo pequeño y de hombros caídos, se le quedó mirando, casi de puntillas, por encima de sus lentes de montura dorada, moviendo la cabeza con expresión de total incredulidad. Markheim le devolvió la mirada con otra de infinita compasión en la que no faltaba una sombra de horror.
-Esta vez -dijo- está usted equivocado. No vengo a vender sino a comprar. Ya no dispongo de ningún objeto: del gabinete de mi tío sólo queda el revestimiento de las paredes; pero aunque estuviera intacto, mi buena fortuna en la Bolsa me empujaría más bien a ampliarlo. El motivo de mi visita es bien sencillo. Busco un regalo de Navidad para una dama -continuó, creciendo en elocuencia al enlazar con la justificación que traía preparada-; y tengo que presentar mis excusas por molestarle para una cosa de tan poca importancia. Pero ayer me descuidé y esta noche debo hacer entrega de mi pequeño obsequio; y, como sabe usted perfectamente, el matrimonio con una mujer rica es algo que no debe despreciarse.
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El pirata de la costa de Francis Scott Fitzgerald
I.
Esta historia inverosímil empieza en un mar que era como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul, y bajo un cielo tan azul como el iris de los ojos de los niños. Desde la mitad oeste del cielo el sol lanzaba pequeños discos dorados sobre el mar: si mirabas con suficiente atención, podías ver cómo saltaban de ola en ola para unirse en un largo collar de monedas de oro que confluían a un kilómetro de distancia antes de convertirse en un crepúsculo deslumbrante. Entre la costa de Florida y el collar de oro, fondeaba un flamante y airoso yate blanco, y bajo la toldilla de popa azul y blanca, tendida en una tumbona de mimbre, una joven rubia leía La rebelión de los ángeles de Anatole France.
Tendría unos diecinueve años, y era delgada y flexible, con seductores labios de niña mimada y vivaces ojos grises llenos de radiante curiosidad. Sin calcetines, con un par de zapatillas de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos, apoyaba los pies en el brazo del sillón vacío que tenía más cerca. Mientras leía, se deleitaba de vez en cuando pasándose por la lengua medio limón que tenía en la mano. El otro medio, chupado y seco, yacía en cubierta, a sus pies, meciéndose suavemente de acá para allá al ritmo casi imperceptible de la marea.
Esta historia inverosímil empieza en un mar que era como un sueño azul, de un color tan vivo como el de unas medias de seda azul, y bajo un cielo tan azul como el iris de los ojos de los niños. Desde la mitad oeste del cielo el sol lanzaba pequeños discos dorados sobre el mar: si mirabas con suficiente atención, podías ver cómo saltaban de ola en ola para unirse en un largo collar de monedas de oro que confluían a un kilómetro de distancia antes de convertirse en un crepúsculo deslumbrante. Entre la costa de Florida y el collar de oro, fondeaba un flamante y airoso yate blanco, y bajo la toldilla de popa azul y blanca, tendida en una tumbona de mimbre, una joven rubia leía La rebelión de los ángeles de Anatole France.
Tendría unos diecinueve años, y era delgada y flexible, con seductores labios de niña mimada y vivaces ojos grises llenos de radiante curiosidad. Sin calcetines, con un par de zapatillas de raso azul que le servían más de adorno que de calzado y le pendían descuidadamente de la punta de los dedos, apoyaba los pies en el brazo del sillón vacío que tenía más cerca. Mientras leía, se deleitaba de vez en cuando pasándose por la lengua medio limón que tenía en la mano. El otro medio, chupado y seco, yacía en cubierta, a sus pies, meciéndose suavemente de acá para allá al ritmo casi imperceptible de la marea.
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Satisfacción garantizada (1951) de Isaac Asimov
Tony era alto y de una belleza sombría, con un increíble aire patricio dibujado en cada línea de su inmutable expresión. Claire Belmont le miró a través del resquicio de la puerta, con una mezcla de horror y desaliento.
—No puedo, Larry. No puedo tenerlo en casa…
Buscaba febril en su paralizada mente una manera más enérgica de expresarlo, algo que tuviera sentido y zanjara la cuestión, pero acabó por reducirse a una simple repetición.
—¡De verdad, no puedo!
Larry Belmont contempló con severidad a su mujer y en sus ojos asomó aquel destello de impaciencia que Claire odiaba ver, puesto que le daba la impresión de reflejar su propia incompetencia.
—Nos hemos comprometido, Claire. No puedo desdecirme ahora. La compañía me envía a Washington con esa condición, lo cual con toda seguridad significa un ascenso. No presenta ningún peligro y tú lo sabes. ¿Qué tienes pues que objetar?
Ella frunció el entrecejo, desvalida.
—Me da escalofríos: No puedo soportarlo.
—Es tan humano como tú o como yo. Bueno…, casi. Así que nada de tonterías. ¡Vamos, apártate!
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Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana de abril, de Haruki Murakami
Una bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.
A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una chica. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.
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A decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber despertado. Tampoco era joven debía andar alrededor de los treinta, ni si quiera cerca de lo que comúnmente se considera una chica. Aún así, a quince metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto.
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Ficción de Alice Munro
Relato tomado del libro "Demasiada felicidad"
Lo mejor del invierno era volver a casa en el coche, después de todo el día dando clases de música en los colegios de Rough River. Ya había oscurecido, y en la parte alta del pueblo quizá estaba nevando mientras la lluvia azotaba el coche por la carretera de la costa. Joyce dejó atrás los límites del pueblo y se internó en el bosque, y aunque era un bosque de verdad, con grandes abetos de Douglas y cedros, cada cincuenta metros más o menos había una casa habitada. Algunas personas tenían huertos; otras, ovejas o caballos, y había empresas como la de Jon, que restauraba y hacía muebles. También ofrecían servicios que se anunciaban junto a la carretera y en especial en esa parte del mundo: cartas del tarot, masajes con hierbas, resolución de conflictos. Algunos vivían en caravanas; otros se habían construido casas, con tejado de paja y extremos de troncos, y otros, como Jon y Joyce, estaban restaurando viejas casas de labranza. Había algo especial que a Joyce le encantaba ver mientras volvía a casa y entraba en su finca. En esa época mucha gente, incluso algunos habitantes de las casas con techo de paja, estaban instalando lo que llamaban puertas de patio, aun cuando, como Jon y Joyce, no tenían patio. No solían ponerles cortinas, y los dos rectángulos de luz parecían ser indicio o promesa de comodidad, de seguridad y abundancia. Por qué era así, más que con las ventanas corrientes, Joyce no lo sabía. Quizá se debiera a que la mayoría no servía solamente para asomarse sino que se abrían directamente a la oscuridad del bosque y a que exhibían el refugio del hogar con tanta ingenuidad. Gente cocinando o viendo la televisión, de cuerpo entero; escenas que la seducían, aunque sabía que las cosas no serían tan especiales dentro. Lo que Joyce veía cuando entraba en el sendero de su casa, sin pavimentar y encharcado, era el par de puertas de aquellas que había colocado Jon enmarcando el interior resplandeciente y a medio hacer. La escalera de mano, las estanterías de la cocina sin acabar, las escaleras al descubierto, la cálida madera iluminada por la bombilla que Jon colocaba para enfocar donde quisiera, dondequiera que estuviera trabajando. Se pasaba el día trabajando en su cobertizo, y cuando empezaba a oscurecer dejaba libre a la aprendiza y se ponía con las obras de la casa. Al oír el coche de Joyce volvía la cabeza hacia ella un momento, a modo de saludo. Normalmente tenía las manos demasiado ocupadas para saludar con la mano. Sentada allí, con los faros del coche apagados, recogiendo la compra o el correo que tenía que llevar a casa, Joyce era feliz incluso por tener que recorrer ese último trecho hasta la puerta, en medio de la oscuridad, el viento y la lluvia fría. Se sentía como si se librase del trabajo cotidiano, agobiante e inseguro, harta de ofrecer música a indiferentes y sensibles por igual. Mucho mejor trabajar con la madera solo —no tenía en cuenta a la aprendiza— que con las impredecibles crías humanas. A Jon no le contaba nada de eso. No le gustaba oír a los que hablaban de lo básico, delicado y respetable que era trabajar la madera. Qué integridad, qué dignidad tenía. Qué gilipollez, decía él.
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El Gordo Luis de Roberto Fontanarrosa
Te conté la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel? Es mundial la del Gordo Luis cuando hizo de Papá Noel.
Casi se convierte en otra víctima del imperialismo salvaje el pobre Gordo. Del colonialismo, por decirlo de otra manera. Porque, decime vos, qué carajo tiene que ver con nosotros y con nuestras costumbres el Papá Noel. ¿Quién le dio chapa al Papá Noel? Un tipo vestido para la nieve, abrigado como para ir a la Antártida, en un trineo tirado por renos. ¡Renos, mi querido! ¿Cuándo mierda hemos visto un reno nosotros? ¿Alguna vez te fuiste a Buenos Aires en auto y viste al costado del camino un reno morfando pasto debajo de un árbol?
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viernes, 18 de septiembre de 2015
El espejo que huye de Giovanni Papini
Una imposible mañana de invierno, en una estación bien conocida, un hombre al que
no conozco, con abrigo y dos violetas en el ojal, quería demostrarme que los hombres son
felices, que la vida es grande y que el mundo es bello. Yo lo escuchaba con interés,
sacudiendo a cada momento la ceniza de mi cigarrillo, que se consumía al viento sin que
nunca me lo llevara a la boca. Lo escuchaba y sonreía, y el Hombre que no conozco se
acaloraba cada vez más y ya del humour pasaba al sentimiento, al entusiasmo, al delirio.
La fuga de sus rápidas palabras, escurridizas, duras, como acabadas de fundir, como
acuñadas de nuevo en algún sitio, hacía poco tiempo, me llenaba de una embriaguez muy
parecida a la que da el champaña. Algo picante y saltarín; una necesidad de abrazar y de
llorar, de bailar, de reír a pequeños impulsos.
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El espejo que huye de Giovanni Papini (Sinopsis)
Autor: GIOVANNI PAPINI
Género: Literatura contemporánea
Editorial: SIRUELA
Fecha de edición: 1988
Número de páginas: 138
Sinopsis:
Dice Jorge Luis Borges, autor de la recopilación y firme defensor del controvertido escritor italiano: "Sospecho que Papini ha sido inmerecidamente olvidado. Los cuentos de este libro proceden de una fecha en que el hombre se reclinaba en su melancolía y en sus crepúsculos, pero la melancolía y los crepúsculos no han cesado aunque ahora el arte los vista con disfraces distintos". La edición de Siruela, en su mítica colección La biblioteca de Babel, incluye los siguientes cuentos:
- "Dos imágenes en un estanque" ("Due immagini in una vasca"), 1908.
- "Historia completamente absurda" ("Storia completamente assurda") , 1906.
- "Una muerte mental" ("Una morte mentale"), 1913.
- "La última visita del caballero enfermo" ("L'ultima visita del gentiluomo malato"), 1904.
- "No quiero más ser el que soy" ("Non voglio più essere ciò che sono"), 1906.
- "¿Quién eres?" ("Chi sei?"), 1907.
- "El mendigo de almas" ("Il mendicante di anime"), 1906.
- "El suicida sustituto" ("Il suicida sostituto"), 1913.
- "El espejo que huye" ("Lo specchio che fugge"), 1906.
- "El día no restituído" ("Il giorno non restituito"), 1907.
Dejar a Matilde de Alberto Moravia
Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
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El día no restituido de Giovanni Papini
Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado.
Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y fuera de moda llámenla Alteza y háblenle en francés, ese francés internacional, clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes Moraux del abate Marmontel; el francés, en fin, de las gens de qualitéi. Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo.
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La casa inundada de Felisberto Hernández
De esos días siempre recuerdo las vueltas en un bote alrededor de una pequeña isla de plantas. Cada poco tiempo las cambiaban; pero allí las plantas no se llevaban bien. Yo remaba colocado detrás del cuerpo inmenso de la señora Margarita. Si ella miraba la isla un rato largo, era posible que me dijera algo; pero no lo que me había prometido; sólo hablaba de las plantas y parecía que quisiera esconder entre ellas otros pensamientos. Yo me cansaba de tener esperanzas y levantaba los remos como si fueran manos aburridas de contar siempre las mismas gotas. Pero ya sabía que, en otras vueltas del bote, volvería a descubrir, una vez más, que ese cansancio era una pequeña mentira confundida entre un poco de felicidad. Entonces me resignaba a esperar las palabras que me vendrían de aquel mundo, casi mudo, de espaldas a mí y deslizándose con el esfuerzo de mis manos doloridas.
Una tarde, poco antes del anochecer, tuve la sospecha de que el marido de la señora Margarita estaría enterrado en la isla. Por eso ella me hacía dar vueltas por allí y me llamaba en la noche -si había luna- para dar vueltas de nuevo. Sin embargo el marido no podía estar en aquella isla; Alcides, -el novio de la sobrina de la señora Margarita- me dijo que ella había perdido al marido en un precipicio de Suiza. Y también recordé lo que me contó el botero la noche que llegué a la casa inundada. Él remaba despacio mientras recorríamos "la avenida de agua", del ancho de una calle y bordeada de plátanos con borlitas. Entre otras cosas supe que él y un peón habían llenado de tierra la fuente del patio para que después fuera una isla. Además yo pensaba que los movimientos de la cabeza de la señora Margarita -en las tardes que su mirada iba del libro a la isla y de la isla al libro- no tenían relación con un muerto escondido debajo de las plantas. También es cierto que una vez que la vi de frente tuve la impresión de que los vidrios gruesos de sus lentes les enseñaban a los ojos a disimular y que la gran vidriera terminada en cúpula que cubría el patio y la pequeña isla, era como para encerrar el silencio en que se conserva a los muertos.
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