viernes, 9 de septiembre de 2016

La Invasión de Ricardo Piglia



      La Invasón es una colección de cuentos a veces dispareja: denuncia a veces al narrador de primeros cuentos. Ricardo Piglia, en efecto, tenía sólo 26 años cuando publicó el libro, y los cuentos que lo integran datan de mucho antes.
      Pero hay, en la estructura de cada texto, en la eficia y hasta en el tratamiento temático, y en el lenguaje, que anuncian el poder para narrar, el oído para el diálogo del entonces extraordinario joven autor.
      El libro está integrado de diez cuentos, pero no hay en ellos una unidad temática ni estilística o estructural. Entre los textos, hay contruídos a base de diálogos, en otros utiliza la ténica periodística, y en tres (“Mi amigo”, “Mata Hari 55” y “Las actas del juicio”), aplica algunas de las técnicas formales que pusieron de moda los autores latinoamericanos de la época: monólogo interior, saltos espacios-temporales.
      Pero entre los diez textos del libro, hay dos donde el narrador es ya realmente el perfecto contador de cuentos: “Matara Hari 55” y “Las actas del juicio”.
      En estos dos textos, Piglia abandona el tratamiento temático personal: la homosexualidad (“Tarde de amor” y “La invasión”), de enfrentamientos entre arte, artista y vida cotidiana (“Una luz que se iba”), historias de infancia (“En el terraplen”, “La honda”), y registra su soltura expresiva, su rigor interior, su ritmo lírico.
      Ese ritmo lírico, esa fuerza expresiva, son visibles —también— en los demás textos (aún cuando parecen no bien terminados), se manifiestan en gran altura en “Mata Hari”:
      “Estoy seguro que él nunca lo dijo: ‘Tenés que acostarte con Ordóñez’. Quiero decir: nunca se lo dijo así, brutalmente. Fue más bien una maniobra por control remoto que al final se le escapó de las manos. Una especie de bumerang: lo tiras como sin ganas y por casualidad para un lado y si no te agachás te corta la cabeza.
      “Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para; si es posible de mártir o puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo, con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el suelo...”
      Y en “Las actas del juicio”:
      “Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar desde el principio. Para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice. Que una cosa es la tristeza y otra el arrepentimiento. Y lo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar. Algo que no le importa a nadie. Ni al General.
      Porque para nosotros estaba muerto desde antes...”
Aunque, como indicamos antes, La invasión es, a pesar de todo, un libro disparejo, la verdad es que el autor posee un lúcido dominio del diálogo:
      “... Y estoy segura que hubiera terminado todo sino fuera por aquella tarde en la Facultad cuando él me oreguntó:‘¿Lo conoces?’ ¿A quién?, le digo yo. ‘A ese que saludaste’. ‘¿A Germán?’ Sí, ¿por?’ ‘¿Sabés lo que es?’ Y mira se seré estúpida que le contesté: ‘Claro, es abogado’”.
      “Entro con vos, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. ¿Cómo? Y se cruzó los dedos en los labios. ‘Sh, con vos para ver cómo son.’ ‘Estás loca a ver si nos ve alguien’. ‘No hay nadie, no ves que no hay nadie’”.
O utilizando aún la narración tradicional, estructurada a base de diálogos:
      “—German... —repitió, al rato.
      “—¿Qué?
      “—Vos no me vas a creer...
      “—¿Cómo?
      “—Digo que no me vas a creer...”

lunes, 29 de agosto de 2016

Cuentos y artículos de Osvaldo Soriano


Las pruebas de Imprenta" de Rodolfo Walsh

La trama gira en torno de la muerte de Raimundo Morel, un inspector, traductor y escritor. Una mirada superficial haría juzgar que se trata de un suicidio o un accidente, ya que Morel estaba solo en el estudio de su casa, sentado con las pruebas de gráfica de un texto que debía entregar con urgencia y con un arma de su propiedad, así como los accesorios necesarios para la limpieza del arma encima de la mesa. El comisario Jiménez encamina el análisis de balística al perito mientras Daniel Hernández, compañero de Morel, presta atención a las pruebas de gráfica que el muerto estaba revisando. La caligrafía de Morel se hace vacilante, casi un garabato, para volver a lo normal en el tramo siguiente e inmediatamente decae nuevamente. La intermitencia de ese registro no permite diagnosticar una borrachera y configura el único elemento que no encaja en una explicación de suicidio o accidente. 

Tras reunir las informaciones sobre la localización de la casa de un sospechoso, amigo de la familia, y los horarios en los cuales Morel fue visto y su cadáver descubierto por la esposa que retornaba al hogar, Daniel Hernández construye otra hipótesis. Su conocimiento del oficio de revisor le permite que imagine un viaje en tren hacia el suburbio donde vive el sospechoso. La víctima puede haberse desplazado con las pruebas, ya que tenía urgencia en entregarlas, con el objetivo de trabajar en ellas durante el trayecto. La intermitencia en la caligrafía vacilante podía corresponder a la frecuencia de las estaciones en las que el tren se detiene. Una tabla de horarios de tren y las pruebas de gráfica permiten imaginar procedimientos, motivaciones, movimientos de la víctima y de los cómplices en el crimen, la mujer y su amante, amigo de la familia y ejecutor, para recibir el seguro de vida del muerto. La palabra “pruebas” tiene varios sentidos: en ambas narrativas se trata, además de pruebas de gráfica, de indicios o pruebas del delito; en el relato de Conan Doyle, también se trata de una prueba académica. Pero, en las dos tramas, las pruebas se refieren a traducciones: del inglés, de un libro de Oliver Wendell Holmes, autor homónimo del personaje de Conan Doyle, en la novela de Walsh; de Griego Antiguo, en “La aventura de los tres estudiantes”. 

En esa colección se afirma un nuevo par de investigadores: el comisario Jiménez y Daniel Hernández. Walsh parece volver al policial de enigma a la inglesa: el par es exponente del fair-play y desaparece la voz plebeya presente en “Las tres noches de Isaías Bloom”, como si el autor hiciera un ejercicio para dominar los tics originales del subgénero, filtrados en el cuento por las lecturas de Borges. En “La aventura de las pruebas de imprenta”, el par está formado por un exponente de la “policía científica”, el comisario Jiménez, y Daniel Hernández, cuyo conocimiento se basa en el dominio de un oficio, el de corrector de pruebas de gráfica, que comparte con la víctima. Ese fue, durante años, también, el oficio de Walsh. Y son esos saberes de pobre, presentes en toda la literatura del autor, en sus cuentos y en no pocos reportajes para revistas, los que permiten desvelar el crimen. Hay un diálogo, un embate, entre el conocimiento de la ciencia y el conocimiento del oficio, en el cual ambos miden su eficacia. El hecho de que el asesino nada sepa de ese oficio le impide borrar los rastros, los indicios, la información encriptada en el registro de las correcciones, que sólo Daniel Hernández puede reconocer e interpretar. 

El corrector/detective amateur descifra una escritura incomprensible. Sólo un corrector de oficio, que sabe leer con “lentitud”, puede comprender. Leer con lentitud para recoger las señales es la capacidad que Walsh cultivará para alimentar su oficio de criptógrafo. Es la cualidad que atraviesa su ficción de investigación y su trabajo periodístico. Acompañará al autor también como un tema obsesivo en su obra. El modo de leer de Hernández combina la observación minuciosa y la fantasía; la atención formal y la interpretación de los significados. Este es el método que Charles S. Pierce popularizara como método abductivo y que Walsh llama “razonamiento por probable inferencia”. Se formulan, a partir de él, hipótesis que luego van a ser verificadas por pruebas de carácter documental. La aparente irrealidad que tiñe la superficie de los hechos es sólo un obstáculo que pone aún más alto el éxito de la investigación. Daniel Hernández aborda los crímenes como escenografías que ocultan las pruebas y requieren para ser desentrañadas un acercamiento por indicios.

Fuente

martes, 10 de mayo de 2016

Roberto Fontanarrosa

Libros de Cuentos:

  • Fontanarrosa se la cuenta (1973) (Reeditado como Los trenes matan a los autos).
  • El mundo ha vivido equivocado (1982).
  • No sé si he sido claro (1986).
  • Nada del otro mundo (1987).
  • El mayor de mis defectos (1990).
  • Uno nunca sabe (1993).
  • La mesa de los galanes (1995).
  • Los trenes matan a los autos (1997).
  • Una lección de vida (1998).
  • Puro fútbol (2000).
  • Te digo más... (2001).
  • Usted no me lo va a creer (2003).
  • El rey de la milonga (2005).
  • 19 de diciembre de 1971 (2006), cuento incluido en el libro Once contra once. Cuentos de fútbol para los fanáticos del fútbol.
  • Negar todo (2013).