La Invasón es una colección de cuentos a veces dispareja: denuncia a veces al narrador de primeros cuentos. Ricardo Piglia, en efecto, tenía sólo 26 años cuando publicó el libro, y los cuentos que lo integran datan de mucho antes.
Pero hay, en la estructura de cada texto, en la eficia y hasta en el tratamiento temático, y en el lenguaje, que anuncian el poder para narrar, el oído para el diálogo del entonces extraordinario joven autor.
El libro está integrado de diez cuentos, pero no hay en ellos una unidad temática ni estilística o estructural. Entre los textos, hay contruídos a base de diálogos, en otros utiliza la ténica periodística, y en tres (“Mi amigo”, “Mata Hari 55” y “Las actas del juicio”), aplica algunas de las técnicas formales que pusieron de moda los autores latinoamericanos de la época: monólogo interior, saltos espacios-temporales.
Pero entre los diez textos del libro, hay dos donde el narrador es ya realmente el perfecto contador de cuentos: “Matara Hari 55” y “Las actas del juicio”.
En estos dos textos, Piglia abandona el tratamiento temático personal: la homosexualidad (“Tarde de amor” y “La invasión”), de enfrentamientos entre arte, artista y vida cotidiana (“Una luz que se iba”), historias de infancia (“En el terraplen”, “La honda”), y registra su soltura expresiva, su rigor interior, su ritmo lírico.
Ese ritmo lírico, esa fuerza expresiva, son visibles —también— en los demás textos (aún cuando parecen no bien terminados), se manifiestan en gran altura en “Mata Hari”:
Pero hay, en la estructura de cada texto, en la eficia y hasta en el tratamiento temático, y en el lenguaje, que anuncian el poder para narrar, el oído para el diálogo del entonces extraordinario joven autor.
El libro está integrado de diez cuentos, pero no hay en ellos una unidad temática ni estilística o estructural. Entre los textos, hay contruídos a base de diálogos, en otros utiliza la ténica periodística, y en tres (“Mi amigo”, “Mata Hari 55” y “Las actas del juicio”), aplica algunas de las técnicas formales que pusieron de moda los autores latinoamericanos de la época: monólogo interior, saltos espacios-temporales.
Pero entre los diez textos del libro, hay dos donde el narrador es ya realmente el perfecto contador de cuentos: “Matara Hari 55” y “Las actas del juicio”.
En estos dos textos, Piglia abandona el tratamiento temático personal: la homosexualidad (“Tarde de amor” y “La invasión”), de enfrentamientos entre arte, artista y vida cotidiana (“Una luz que se iba”), historias de infancia (“En el terraplen”, “La honda”), y registra su soltura expresiva, su rigor interior, su ritmo lírico.
Ese ritmo lírico, esa fuerza expresiva, son visibles —también— en los demás textos (aún cuando parecen no bien terminados), se manifiestan en gran altura en “Mata Hari”:
“Estoy seguro que él nunca lo dijo: ‘Tenés que acostarte con Ordóñez’. Quiero decir: nunca se lo dijo así, brutalmente. Fue más bien una maniobra por control remoto que al final se le escapó de las manos. Una especie de bumerang: lo tiras como sin ganas y por casualidad para un lado y si no te agachás te corta la cabeza.
“Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para; si es posible de mártir o puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo, con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el suelo...”
“Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para; si es posible de mártir o puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo, con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el suelo...”
Y en “Las actas del juicio”:
“Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar desde el principio. Para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice. Que una cosa es la tristeza y otra el arrepentimiento. Y lo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar. Algo que no le importa a nadie. Ni al General.
Porque para nosotros estaba muerto desde antes...”
Porque para nosotros estaba muerto desde antes...”
Aunque, como indicamos antes, La invasión es, a pesar de todo, un libro disparejo, la verdad es que el autor posee un lúcido dominio del diálogo:
“... Y estoy segura que hubiera terminado todo sino fuera por aquella tarde en la Facultad cuando él me oreguntó:‘¿Lo conoces?’ ¿A quién?, le digo yo. ‘A ese que saludaste’. ‘¿A Germán?’ Sí, ¿por?’ ‘¿Sabés lo que es?’ Y mira se seré estúpida que le contesté: ‘Claro, es abogado’”.
“Entro con vos, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. ¿Cómo? Y se cruzó los dedos en los labios. ‘Sh, con vos para ver cómo son.’ ‘Estás loca a ver si nos ve alguien’. ‘No hay nadie, no ves que no hay nadie’”.
“Entro con vos, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. ¿Cómo? Y se cruzó los dedos en los labios. ‘Sh, con vos para ver cómo son.’ ‘Estás loca a ver si nos ve alguien’. ‘No hay nadie, no ves que no hay nadie’”.
O utilizando aún la narración tradicional, estructurada a base de diálogos:
“—German... —repitió, al rato.
“—¿Qué?
“—Vos no me vas a creer...
“—¿Cómo?
“—Digo que no me vas a creer...”
“—¿Qué?
“—Vos no me vas a creer...
“—¿Cómo?
“—Digo que no me vas a creer...”