viernes, 9 de septiembre de 2016

La Invasión de Ricardo Piglia



      La Invasón es una colección de cuentos a veces dispareja: denuncia a veces al narrador de primeros cuentos. Ricardo Piglia, en efecto, tenía sólo 26 años cuando publicó el libro, y los cuentos que lo integran datan de mucho antes.
      Pero hay, en la estructura de cada texto, en la eficia y hasta en el tratamiento temático, y en el lenguaje, que anuncian el poder para narrar, el oído para el diálogo del entonces extraordinario joven autor.
      El libro está integrado de diez cuentos, pero no hay en ellos una unidad temática ni estilística o estructural. Entre los textos, hay contruídos a base de diálogos, en otros utiliza la ténica periodística, y en tres (“Mi amigo”, “Mata Hari 55” y “Las actas del juicio”), aplica algunas de las técnicas formales que pusieron de moda los autores latinoamericanos de la época: monólogo interior, saltos espacios-temporales.
      Pero entre los diez textos del libro, hay dos donde el narrador es ya realmente el perfecto contador de cuentos: “Matara Hari 55” y “Las actas del juicio”.
      En estos dos textos, Piglia abandona el tratamiento temático personal: la homosexualidad (“Tarde de amor” y “La invasión”), de enfrentamientos entre arte, artista y vida cotidiana (“Una luz que se iba”), historias de infancia (“En el terraplen”, “La honda”), y registra su soltura expresiva, su rigor interior, su ritmo lírico.
      Ese ritmo lírico, esa fuerza expresiva, son visibles —también— en los demás textos (aún cuando parecen no bien terminados), se manifiestan en gran altura en “Mata Hari”:
      “Estoy seguro que él nunca lo dijo: ‘Tenés que acostarte con Ordóñez’. Quiero decir: nunca se lo dijo así, brutalmente. Fue más bien una maniobra por control remoto que al final se le escapó de las manos. Una especie de bumerang: lo tiras como sin ganas y por casualidad para un lado y si no te agachás te corta la cabeza.
      “Vos tendrías que conocerla para darte cuenta: es del tipo de las trágicas, de las apasionadas. Cuando elige un papel ya no para; si es posible de mártir o puta o de enfermera en el Congo. Cualquier cosa, pero con heroísmo, con ráfagas de ametralladora y heridos tirados por el suelo...”
      Y en “Las actas del juicio”:
      “Lo que ustedes no saben es que ya estaba muerto desde antes. Por eso yo quiero contar desde el principio. Para que no se piense que ando arrepentido de lo que hice. Que una cosa es la tristeza y otra el arrepentimiento. Y lo hice ya estaba hecho y no fue más que un favor, algo que sólo se hace para aliviar. Algo que no le importa a nadie. Ni al General.
      Porque para nosotros estaba muerto desde antes...”
Aunque, como indicamos antes, La invasión es, a pesar de todo, un libro disparejo, la verdad es que el autor posee un lúcido dominio del diálogo:
      “... Y estoy segura que hubiera terminado todo sino fuera por aquella tarde en la Facultad cuando él me oreguntó:‘¿Lo conoces?’ ¿A quién?, le digo yo. ‘A ese que saludaste’. ‘¿A Germán?’ Sí, ¿por?’ ‘¿Sabés lo que es?’ Y mira se seré estúpida que le contesté: ‘Claro, es abogado’”.
      “Entro con vos, dijo sonriendo, el pelo chorreado en la cara. ¿Cómo? Y se cruzó los dedos en los labios. ‘Sh, con vos para ver cómo son.’ ‘Estás loca a ver si nos ve alguien’. ‘No hay nadie, no ves que no hay nadie’”.
O utilizando aún la narración tradicional, estructurada a base de diálogos:
      “—German... —repitió, al rato.
      “—¿Qué?
      “—Vos no me vas a creer...
      “—¿Cómo?
      “—Digo que no me vas a creer...”

lunes, 29 de agosto de 2016

Cuentos y artículos de Osvaldo Soriano


Las pruebas de Imprenta" de Rodolfo Walsh

La trama gira en torno de la muerte de Raimundo Morel, un inspector, traductor y escritor. Una mirada superficial haría juzgar que se trata de un suicidio o un accidente, ya que Morel estaba solo en el estudio de su casa, sentado con las pruebas de gráfica de un texto que debía entregar con urgencia y con un arma de su propiedad, así como los accesorios necesarios para la limpieza del arma encima de la mesa. El comisario Jiménez encamina el análisis de balística al perito mientras Daniel Hernández, compañero de Morel, presta atención a las pruebas de gráfica que el muerto estaba revisando. La caligrafía de Morel se hace vacilante, casi un garabato, para volver a lo normal en el tramo siguiente e inmediatamente decae nuevamente. La intermitencia de ese registro no permite diagnosticar una borrachera y configura el único elemento que no encaja en una explicación de suicidio o accidente. 

Tras reunir las informaciones sobre la localización de la casa de un sospechoso, amigo de la familia, y los horarios en los cuales Morel fue visto y su cadáver descubierto por la esposa que retornaba al hogar, Daniel Hernández construye otra hipótesis. Su conocimiento del oficio de revisor le permite que imagine un viaje en tren hacia el suburbio donde vive el sospechoso. La víctima puede haberse desplazado con las pruebas, ya que tenía urgencia en entregarlas, con el objetivo de trabajar en ellas durante el trayecto. La intermitencia en la caligrafía vacilante podía corresponder a la frecuencia de las estaciones en las que el tren se detiene. Una tabla de horarios de tren y las pruebas de gráfica permiten imaginar procedimientos, motivaciones, movimientos de la víctima y de los cómplices en el crimen, la mujer y su amante, amigo de la familia y ejecutor, para recibir el seguro de vida del muerto. La palabra “pruebas” tiene varios sentidos: en ambas narrativas se trata, además de pruebas de gráfica, de indicios o pruebas del delito; en el relato de Conan Doyle, también se trata de una prueba académica. Pero, en las dos tramas, las pruebas se refieren a traducciones: del inglés, de un libro de Oliver Wendell Holmes, autor homónimo del personaje de Conan Doyle, en la novela de Walsh; de Griego Antiguo, en “La aventura de los tres estudiantes”. 

En esa colección se afirma un nuevo par de investigadores: el comisario Jiménez y Daniel Hernández. Walsh parece volver al policial de enigma a la inglesa: el par es exponente del fair-play y desaparece la voz plebeya presente en “Las tres noches de Isaías Bloom”, como si el autor hiciera un ejercicio para dominar los tics originales del subgénero, filtrados en el cuento por las lecturas de Borges. En “La aventura de las pruebas de imprenta”, el par está formado por un exponente de la “policía científica”, el comisario Jiménez, y Daniel Hernández, cuyo conocimiento se basa en el dominio de un oficio, el de corrector de pruebas de gráfica, que comparte con la víctima. Ese fue, durante años, también, el oficio de Walsh. Y son esos saberes de pobre, presentes en toda la literatura del autor, en sus cuentos y en no pocos reportajes para revistas, los que permiten desvelar el crimen. Hay un diálogo, un embate, entre el conocimiento de la ciencia y el conocimiento del oficio, en el cual ambos miden su eficacia. El hecho de que el asesino nada sepa de ese oficio le impide borrar los rastros, los indicios, la información encriptada en el registro de las correcciones, que sólo Daniel Hernández puede reconocer e interpretar. 

El corrector/detective amateur descifra una escritura incomprensible. Sólo un corrector de oficio, que sabe leer con “lentitud”, puede comprender. Leer con lentitud para recoger las señales es la capacidad que Walsh cultivará para alimentar su oficio de criptógrafo. Es la cualidad que atraviesa su ficción de investigación y su trabajo periodístico. Acompañará al autor también como un tema obsesivo en su obra. El modo de leer de Hernández combina la observación minuciosa y la fantasía; la atención formal y la interpretación de los significados. Este es el método que Charles S. Pierce popularizara como método abductivo y que Walsh llama “razonamiento por probable inferencia”. Se formulan, a partir de él, hipótesis que luego van a ser verificadas por pruebas de carácter documental. La aparente irrealidad que tiñe la superficie de los hechos es sólo un obstáculo que pone aún más alto el éxito de la investigación. Daniel Hernández aborda los crímenes como escenografías que ocultan las pruebas y requieren para ser desentrañadas un acercamiento por indicios.

Fuente

martes, 10 de mayo de 2016

Roberto Fontanarrosa

Libros de Cuentos:

  • Fontanarrosa se la cuenta (1973) (Reeditado como Los trenes matan a los autos).
  • El mundo ha vivido equivocado (1982).
  • No sé si he sido claro (1986).
  • Nada del otro mundo (1987).
  • El mayor de mis defectos (1990).
  • Uno nunca sabe (1993).
  • La mesa de los galanes (1995).
  • Los trenes matan a los autos (1997).
  • Una lección de vida (1998).
  • Puro fútbol (2000).
  • Te digo más... (2001).
  • Usted no me lo va a creer (2003).
  • El rey de la milonga (2005).
  • 19 de diciembre de 1971 (2006), cuento incluido en el libro Once contra once. Cuentos de fútbol para los fanáticos del fútbol.
  • Negar todo (2013).

domingo, 20 de diciembre de 2015

Un autor sin escrúpulos: “Cuentos completos” de Evelyn Waugh

La publicación de los “Cuentos completos” de Evelyn Waugh es la oportunidad para recorrer la existencia de este inglés para quien la única virtud posible de un escritor debía ser el orgullo, la emulación y la avaricia.




Evelyn Waugh se encargó de burlarse del cinismo de la sociedad de su época.

Todo intento de semblanza tiñe al pasado con la visión esquemática que le da el presente. Repetir por eso que Evelyn Waugh fue un maestro del sarcasmo y de la observación es forzar a contemplar su escritura como un lienzo cuyos colores cayeron allí por distracción del pincel. Antes, habría que preguntarse cuánto caben en él las verdades que se descuentan para otros. Si es cierto que todos los escritores se refugian en un autor cada vez que buscan recuperarse a sí mismos, es probable que hayan sido varios los refugios de Waugh; desde ellos consiguió mucho más que verificar la incuestionable supremacía del novelista inglés. Waugh multiplicó esas voces y las condujo juntas a las mismas aguas –la impiedad y la compasión, el desacato y la sumisión, el amor y la desilusión–, consciente de que sólo consigue navegar aquél que conoce el revés del viento. También, si la voz de un escritor puede entenderse desde el tapiz de las de los escritores de su tiempo, la de Waugh surge como el eco que se refleja en la de aquellos, las resume, pero no necesita regresar a su emisor.

Esos contrapuntos, la precisión para contar a los de su clase, la naturalidad para asumir la piel de los ricos (a ellos aspiraba) y el humor para narrar la miseria que envuelve a las conductas humanas se encuentran en los Cuentos completos (RBA), la edición en español de la narrativa breve de Waugh. Ellos incluyen sus nouvelles y short stories , muchas de ellas escritas durante su época de estudiante en Oxford, antes de que decidiera convertirse en escritor y volverse uno de los más exitosos de su tiempo. Fue una elección casi por descarte, como suelen ser todas aquellas en las que se es presa de la libertad y ésta se vuelve más caprichosa que la voluntad. “He intentado conseguir trabajo sin éxito, me encuentro cansado y deprimido: me parece que ha llegado el momento de convertirme en un hombre de letras”, escribió en 1927, tras ser despedido de su último cargo docente en un colegio de elite inglés. Un año después, publicaba su primera novela, Grandeza y decadencia .

Hay un dato que explica eso que se impuso como irremediable: su padre era editor y crítico literario y tenía un cargo directivo en la editorial Chapman and Hill, cuyos principales ingresos provenían de los derechos de Charles Dickens. Es éste tal vez quien ejerció mayor influencia en Waugh, cuando se piensa que logró lo que pocos: que la escritura parezca que se frena, a la vez que avanza como semeja hacerlo un auto ante la inminencia de una cornisa. Waugh detenía la acción con detalles y descripciones, y la aceleraba con el acierto en la elección de verbos y la elipsis continua.

Por esa razón, la escritura de Waugh de a ratos también ostenta aquello que alaba John Irving en Dickens, al explicar por qué gusta el autor de Grandes Esperanzas, “no es un analista, su escritura no es analítica, y sin embargo puede ser didáctico. Su genio es descriptivo; puede describir una cosa tan vívidamente que nadie puede mirarla de la misma manera otra vez”.

También, porque su escritura está plagada de imágenes. El cine, de hecho, ejerció una gran influencia, y ese estilo impresionista se vio en particular en sus novelas Un puñado de polvo (1934) y Los seres queridos (1948), en las que la apertura y cierre de cada capítulo funcionan como un fotograma.

La compilación testimonia por qué el autor se ganó fama de irreverente, aun cuando se ocupó de venerar a la clase media. Por qué siempre celebran la visión conservadora del mundo, pese a que se encargó de burlarse del cinismo de la sociedad, mofándose de sus prejuicios y de sus escalas de valores.

Como perros y gatos

“Amor en plena crisis” es la historia de dos recién casados que celebran su luna de miel por separado. Antes, describe los destinos posibles de la soltería en la clase media (“tenía que elegir entre pasarlo mal con sus padres en una casa señorial y pasarlo mal con un marido en una vivienda barata de Londres”). Poco hace para que el lector se encariñe con sus protagonistas, que recurrieron a la casa de una tía en las afueras para pasar su luna de miel (“me temo que no tendremos muchas aventuras”, dice el novio. Y ella le responde: “No nos hemos casado para correr aventuras”). Y sin embargo, es inevitable la desazón por ese destino aunque ficticio y ajeno: “El día de la boda, sólo los parroquianos más desesperados acudieron a observar la melancólica sucesión de invitados”.

El sentido de la vida de toda muchacha de clase alta –acertar con un marido que la mantuviera– se cuenta en “Crucero”, la correspondencia de una chica engreída. Es que buena parte del trabajo de Waugh retoma algunos de los temas de la novela moderna del siglo XIX, como Mansfield Park , de Jane Austen, o Madame Bovary , de Gustave Flaubert, donde hombres y mujeres se aman y detestan con igual intensidad. Y por eso las fricciones del matrimonio son una constante en Waugh. Otro ejemplo es “Ejército táctico”: “...estuvo leyendo durante una hora y, cuando apagó la luz no supo si ella estaba dormida o despierta. En noches así, pasado un rato, le venían ganas de encender otra vez la luz, pero tenía miedo de encontrársela despierta mirando el techo.” O: “...se había casado con ella en 1938, pero no empezó a detestarla con constancia y ahínco hasta el invierno de 1945”.

El fondo y la figura remiten también a la novela de vanguardia y de posguerra estadounidense: además de desgranar las transformaciones sociales como lo hizo William Faulkner, también puede hacer recordar a Hermosos y Malditos , de Francis Scott Fitzgerald, o la atmósfera opresiva de Patricia Highsmith de “Sustancia de locura”.

El propio Waugh conoció la farsa marital. Su primera esposa, con quien se casó en 1928, se llamaba Evelyn Gardner; se los llamaba “el” Evelyn y “la” Evelyn. Fueron una pareja ideal hasta que ella se enamoró de otro al año de casados. El hecho lo afectó de tal manera que la crítica de entonces afirmó que su obra estaba teñida de la “jugosa vergüenza del cornudo”.

En una carta a su amigo Harold Acton, escribió: “No pensé que fuese posible ser tan miserable y seguir viviendo”.

Fue en esa época que se convirtió al catolicismo. “Reverencio a la Iglesia Católica porque es verdad, no porque esté establecida o sea una institución”. A partir de su conversión, en 1930, creía que no podría volver a casarse. Cuando le explicaron que podía decretarse nula aquella unión, lo que efectivamente ocurrió, se casó con Laura Herbert, católica, con quien tuvo siete hijos.

A lo largo de treinta y ocho cuentos, escritos durante cincuenta y dos años, pueden verse las obsesiones de Waugh y su vínculo con la literatura, a la que prefería más que a sus hijos (“a un niño lo puedes reponer fácilmente”).

También, cómo caben en él los escritores inmediatamente anteriores y sus contemporáneos: el naturalismo de Chéjov, el realismo de Dickens, Flaubert y Henry James. Chéjov (1860-1904) y James (1843-1916) son tal vez quienes más rebotan en los textos de Waugh, al provocar la sensación de “ya haber estado por ahí”.

“El hogar de un inglés”, el relato de un tranquilo poblado cuyos habitantes buscan resistir la compra de un supuesto industrial que amenaza la paz de la campiña y el valor de sus propiedades, puede recordar a “Enemigos”, del autor ruso. El equilibrado punto de vista obliga al pívot entre la razón conferida a cada uno de los protagonistas que defienden sus intereses: como en “Enemigos”, la conquista de la narración radica en que el lector se encuentra dándole la razón a ambas partes. Aunque también es una muestra de cómo entiende a la tierra como dadora de identidad, las raíces y su noción de patria, y cómo el esfuerzo por asumir las costumbres de un lugar no releva en el fondo de la condición de exiliado. Ahí está la observación más aguda de Waugh a la sociedad de su tiempo: el valor de las personas a partir de la estirpe de su árbol genealógico.

El relato que más condensa los tópicos de Waugh, y recuerda a sus contemporáneos y predecesores, quizá sea Un puñado de polvo . El volumen de recopilación de cuentos incluye un final alternativo a esa novela, titulado “Por petición especial”. También incluye el cuento “Germen” de la novela, “El hombre al que le gustaba Dickens”.

En ambos casos, el protagonista es un cornudo huyendo, que no consigue escapar al amor que siente por su infiel esposa. En “Por petición especial”, el desenlace es igual de lastimoso para el protagonista como lo es en la novela, aunque aquí el autor deja abierta una llave. Es el lector quien de nuevo debe completar los datos, aunque estos no pueden ser otros más que los que llevan a que la espiral del engaño se vuelva a ovillar.

Al leer a Waugh la satisfacción es semejante al alivio de no haber tenido que compartir la vida con su personalidad recalcitrante, sugirió su biógrafo, Martin Stannard: “Su arte era un teatro de crueldad; su temperamento, despiadado por instinto”.

En su carta de “felicitación” por el nombramiento de lady Mary Lygon para presidir la Biblioteca de Londres, en 1946, Waugh escribió: “Confío en que no olvide usted conducirse con el adecuado decoro en tan serio edificio. Vaya siempre al lugar destinado a tal efecto si desea hacer aguas menores (…). Y no aborde a las bibliotecarias para fines considerados contra natura”.

Waugh era consciente de la crueldad de su espíritu. Y así como Truman Capote se defendió de las críticas de sus víctimas, a quienes dejó en evidencia en muchos de sus relatos (“¿qué creían, que me tenían ahí para divertirles?”), Waugh sitúa al lector en la extraña incomodidad que provoca la duda de exceptuarlo.

“La humildad no es una virtud propicia al artista. Suele ser el orgullo, la emulación, la avaricia, la mala intención lo que le empuja a uno a completar, elaborar, refinar, destruir, renovar su trabajo hasta conseguir algo que satisfaga su orgullo, envidia y su codicia”, escribió.

El atractivo de su prosa está justamente en la falta de escrúpulos para acercarse a la realidad. Y Waugh sabía de las consecuencias de esa elección en un escritor. “En el camino, puede perder su alma”, escribió. Pero se guardó para sí referirse al grado de placer que obtuvo al perderla y devorar el banquete al que redujo a sus presas.

lunes, 28 de septiembre de 2015

Cuentos Completos de Ezequiel Martínez Estrada


“Sábado de gloria” (uno de sus mejores relatos) es la historia de un burócrata, un oscuro hombrecito y su angustiosa lucha por conseguir una solicitud de licencia, el mismo día en que cambian las autoridades del Ministerio donde trabaja afanosamente desde tiempos inmemoriales, después de que un golpe militar derrocara dos días antes a la anterior junta militar. La escenografía, una vez más, concentra ese universo laberíntico que someterá al sujeto a una larga serie de dilaciones hasta despojarlo de toda posibilidad de esperanza. “Cuando dos de ellos iban por el mismo camino que quedaba libre entre los escritorios y las pilas de expedientes, tenían que hacer un esfuerzo para pasar; otras veces decidían dar vueltas y encontrar cada cual su camino como en un laberinto, porque para caminar había que resolver antes el rompecabezas de los escritorios y las sillas.” Los espacios abarrotados de objetos y de personajes que no parecen tener otra función que impedir al protagonista conseguir su objetivo no dejan de apelar al humor de los cuadros circenses, pero atravesados por un sarcasmo que convierte la risa en gesto sardónico y que pasó inadvertido entre sus primeros lectores. “Pasaron varios ordenanzas cargando pilas de expedientes. Uno llevaba un legajo enorme sobre la cabeza y grandes paquetes bajo los brazos y otros papeles en las manos.” La literatura, nos recuerda Kafka, es sólo broma y desesperación.
Y si hay una interrogación que atraviesa casi la totalidad de estos relatos es acerca de los mecanismos del poder y sus modos de configuración de la subjetividad. Si para la concepción foucaultiana el individuo es un efecto del poder que atraviesa los cuerpos y lo conforma, es en la figura del “hombrecito”, ese oficinista gris que aparecerá tanto en Kafka como en Martínez Estrada, donde se diseña el contorno preciso de la opresión. En “Sábado de gloria”, el protagonista, después de escuchar la voz imperativa de su esposa recordándole las obligaciones precisas que debía cumplir la mañana en que partirían de vacaciones, “sintió una amargura infinita en todo el cuerpo y como si se le revelara instantáneamente la causa secreta de su falta de suerte para ascender y de su abatimiento de vejez prematura”.

Nada es más material, más físico, más corporal que el ejercicio del poder, que es la guerra continuada por otros medios, concluirá Foucault, como parece aceptar el protagonista, quien, “pensaba en el inmenso poder que ese jovencito tenía en sus manos. Se le apareció como un semidiós elegido para terribles empresas. Estaba atemorizado y avergonzado, sintiéndose impotente, bajo una presión de acontecimientos que se apelmazaban en una masa indiscernible en su estómago”. La humillación física y moral es otra de las formas que el poder disciplinario utiliza en su modo particular de producción de la subjetividad.

La topografía, una de las prácticas más cercanas a la filosofía política que el postestructuralismo tomó para su análisis y que le sirvió para describir la arquitectura de los regímenes disciplinarios es la que ilumina ciertas metáforas espaciales definidas tanto por lo geográfico como por lo estratégico, como la palabra “región”, del verbo dirigir (regere) o “provincia” que no es más que territorio vencido, como nos informa Foucault en la Microfísica del poder.

Y es en la arquitectura laberíntica e hiperbólica de los espacios diseñados en todos sus cuentos donde se cifra uno de los temas centrales en este autor: la imposibilidad radical del conocimiento de la realidad y la enajenación del hombre frente a su sociedad. Como la que se percibe en los espacios que elige para estos relatos distópicos en los que la escenografía se sobreimprime a un mundo convertido en miniatura, que, para los que lo habitan, tiene los contornos de un infierno, donde la saturación pareciera perseguir el objetivo de ocupar todos los espacios hasta hacer de la miniatura, territorio del infinito.

El Palacio Bisiesto, en “Juan Florido”, horrible hotel donde conviven en una suerte de pandemóniun sus habitantes, aparece como la metáfora de una ciudad que condena a sus inmigrantes a una vida de humillación y ultraje; las ominosas oficinas ministeriales de donde pareciera que nadie puede (ni quiere) salir; el hospital, que a fuerza de expandirse, ocupa el tamaño de una ciudad en “Examen sin conciencia”, donde un grupo de médicos y estudiantes reprobados se confabula para someter al protagonista a una operación sin su consentimiento o la casa de “Marta Riquelme” (quizás el único texto de ficción de este autor posteriormente valorado en el tiempo), una propiedad construida fragmentariamente alrededor de un árbol añoso, que ha crecido junto con la familia hasta alcanzar el tamaño de todo el pueblo. Y esta singularidad de los escenarios que crecen hasta convertirse en el todo, los convierte finalmente en islas tan desiertas como la que encontró Robinson Crusoe después de su naufragio y a sus protagonistas, inmersos en la más radical de las experiencias de la soledad.

“Marta Riquelme”, el relato que más ha discutido la crítica, diferente de todos en relación con su propia obra y con la serie de la literatura argentina, se presenta a los lectores como el prólogo de las memorias de una joven, que el narrador se propuso publicar y para eso dedicó varios años de su vida a la transcripción de un manuscrito que al borde de lo ilegible (y de lo interpretable) aparece como la muestra más extrema de la obsesión literaria, cuando la ecdótica, el arte de la edición de manuscritos antiguos, se transforma en enfermedad incurable.

Las peripecias que sufre el editor y quienes lo acompañan en la monstruosa empresa de recuperar por la vía de su memoria, el único manuscrito (ya que, para sumar obstáculos, la imprenta lo perdió), el producto de tres años de engorrosa tarea de exégesis, que incluye el debate acerca de los posibles sentidos de un mismo término, como si su autora se hubiera propuesto desorientar a sus probables lectores, potencian, como en una puesta en abismo barroca, las contradictorias versiones que una u otra variante ofrecen.

El confuso material que se entrega a los lectores no hace más que borrar o contradecir a cada frase el proyecto inicial: publicar la biografía de Marta Riquelme, una niña-mujer que tanto podría ser un ángel como un demonio, de una inocencia sublime o de una perversidad extrema. Ni siquiera el mismo narrador logra dar una única versión de los motivos que lo llevaron a elegir este retrato de la pura ambigüedad. “La obra inédita de Marta Riquelme –así comienza el relato– que el lector encontrará a continuación fielmente reproducida y que por este prólogo se le presenta, ha sido escrito por su autora con la intención de que llegara a conocimiento de muchas personas. (...) Pero debo advertir que Marta Riquelme no es una escritora. Hasta diría que casi no sabe escribir.” A partir de ahí comienza la narración del accidentado derrotero del manuscrito, de la desaparición misteriosa de los implicados en su edición, de las discusiones en torno del significado de algunos términos, de la imposibilidad de determinar la moralidad de la protagonista y de algunos personajes familiares, porque si hay algo que queda en claro es que la narración ha hecho del oximoron la matriz de su escritura. “De ninguna manera podría yo asegurar que el texto de 1786 páginas manuscritas que forman el presente libro sea en efecto lo que escribió su autora. Es muy posible que hayamos cometido algunos de esos errores, tan común en los filólogos, que pueden alterar la concepción total de la obra.”
Cuentos completos. Ezequiel Martínez Estrada. Fondo de Cultura Económica 527 páginas

Un texto que, sistemáticamente, tensa los límites de lo narrable hasta romper el pacto de lectura que supone la fidelidad de los hechos que se cuentan, y que no es más que una serie de marcos concéntricos que encierran (en lugar de anunciar) las memorias de una niña que, según el narrador, tienen la intensidad de un siglo vivido, y que, contradiciendo la afirmación del comienzo, concluye afirmando: “Todo lo que sigue es sencillamente estupendo”.

Dejando de lado el hecho de que después no sigue nada, bien podría ser el epígrafe de estos extraordinarios Cuentos completos.

domingo, 27 de septiembre de 2015

Cuentos Romanos de Alberto Moravia


Alberto Moravia (Roma, 1907-1990) comienza su carrera literaria a edad muy temprana, con 22 años publica "Los indiferentes". Colabora con diarios y revistas habitualmente, y en 1935 escribe "Las ambiciones defraudadas", a la que siguen "El engaño" (1937), "Los sueños del haragán" (1940), "La mascarada" (1941) o "Agostino" (1944). De su producción narrativa posterior cabe destacar novelas como "La romana" (1947), "El conformista" (1951) o "El tedio" (1960). En el estilo de Moravia confluyen aspectos filosóficos y psicológicos que le sirven para abordar los problemas sociales de su época.

Contenido del índice:

Fanático
¡Hasta la vista!
Lluvia de mayo
No ahondes
Una estupenda velada
Bromas del calor
El doble
El payaso
El billete falso
El camionero
El pensador
Engendros
El intermediario
El rorro
El crimen perfecto
El pic-nic
La mancha de vino
Prepotente a la fuerza
Derrochador
Un día negro
Las joyas
Tabú
No digo que no
El inconsciente
La prueba cinematográfica
Pelmazo
La ciociara
Pataconero
Bromas de Ferragosto.
El terror de Roma
La amistad
La ruina de la humanidad
Pierdepié
Viejo estúpido
Caterina
La palabra "mamá"
Las gafas
El perro chino
Mario
Los amigos sin dinero
Bu bu bu
Ladrones en la iglesia
Te toca a ti
Cara de bellaco
Un hombre infortunado
Echar a suertes
¡Tómate un caldo!
La vida campestre
Sus días
La excursión
El desquite de Tarzán
Rómulo y Remo
Cara de salchichero
El apetito
La enfermera
El tesoro
La competencia
Bajito
El guardián
La nariz
Pina.

Los cuentos “Dublineses” de James Joyce

Los cuentos “Dublineses” de James Joyce se dividen en 15 cuentos, relativamente breves, escritos entre los años 1904 en la ciudad de Dublín y finalizado en el año 1914 en la ciudad de Trieste. Si bien el libro al principio contó con doce cuentos luego se le agregaron tres cuentos más para finalizar la edición completa. 

Los cuentos que podrás leer, disfrutar y vivenciar sobre el siglo XX en la sociedad “inmóvil” de Dublín, son los siguientes:

Las hermanas
Un encuentro
Arabia
Eveline
Después de la carrera
Dos galanes
La casa de huéspedes
Una nubecilla
Duplicados
Polvo y ceniza
Un triste caso
Efemérides en el comité
Una madre
A mayor gracia de Dios
Los muertos

En cada uno de estos cuentos encontrarán la voz fuerte de una autor, de un personaje, que intentará retratar con sus palabras la vida que llevaba la sociedad de Dublín en el siglo XX a causa del sometimiento del Imperio Británico y la Iglesia Católica.